Ozon ha escogido un tema difícil de tratar pero que sabe seguro que llegará al espectador, y es el análisis de las relaciones humanas cuando un individuo está al borde de la muerte. Para ello el director y guionista tiene el acierto de escoger como enfermo Terminal a un homosexual que tiene asumida esta condición sin ningún remordimientos y para enfrentarlo a la gente no recurre, como tantas veces, al SIDA, sino a un cáncer generalizado. Esto le da a toda la película un tratamiento de normalidad en la vida de los personajes y a su vez le da un carácter universal, sin tener que recurrir a extracciones sociales o marginaciones. La muerte es la misma para todas las personas, pero el duelo de la persona que va a morir puede variar de uno a otro y aun en la misma persona cuando va pasando el tiempo. No hay alardes de preciosismo fotográfico, ni siquiera sabiendo que la profesión del protagonista es la de fotógrafo. No hay discurso plúmbeo, tan frecuente en el cine francés, sobre la línea que separa la vida y la muerte, solo hay una reflexión serena. La interpretación del protagonista está justamente contenida, aun en su arranque violento frente al mundo cuando conoce su enfermedad y el director se ocupa de ir dejando en el personaje esa huella mortal a la que se dirige pero presentándolo siempre como humanamente atractivo. No hay repulsión por la muerte. Técnicamente tiene un tic que no me acaba de gustar, repitiendo varias veces, y sin significado aparente, un movimiento de cámara horizontal por un desenfoque para llegar a un primer plano enfocado del protagonista. Por otra parte la música tiene también un elemento repetitivo en una melodía que suena a réquiem pero no molesta, más bien acompaña, como debe ser la función de este tipo de música.