Hay dos cosas que el cine no ha logrado representar con naturalidad: el sexo y la muerte. Afirmo que en el cine se folla y se muere de forma muy poco creíble. Esas escenas de sexo de los años ochenta, grabadas de cintura para arriba, con chimenea al fondo, mucha sábana por medio y la pareja acariciándose con la parsimonia de un monje tibetano. Actualmente es al contrario y en el cine abunda el "aquí te pillo, aquí te mato" de gran voracidad carnal pero con muchas prisas, sin tiempo a llegar a la cama, como un apretón de gastroenteritis. No hay quien se trague ninguna de las dos fórmulas.

Con el morirse pasa lo mismo. Cómo olvidar a los heridos de bala en las películas de gangsters, que antes de caer al suelo nos regalaban un repertorio de aspavientos. Tardaban una eternidad en despedirse del mundo. En las películas de hoy las muertes violentas se acompañan de efectos como la cámara lenta o gotas de sangre como galaxias suspendidas en el aire. Espectacular pero increíble.

En "Gomorra" la muerte violenta es un instante fugaz. El realismo anti-épico de Mateo Garrone convierte la muerte en una fracción de segundo carente de emoción. No hay aventura ni música de fondo al recibir un disparo. Un cadáver es un trámite para el olvido. El muerto al hoyo. Lo realmente aterrador es el instante posterior, cuando comprobamos que el rutinario sonido de la vida sigue su curso con indiferencia.