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el pastor de la polvorosa rating:
8
Language of the review:
  • es
January 25, 2014
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Al principio de la película, su protagonista, el rabino Benjamin Murmelstein, le recuerda al entrevistador y realizador Claude Lanzmann la historia de Sherezade: el sultán había hecho matar a todas sus antecesoras, pero ella consiguió sobrevivir porque tenía una historia que contar.

La película muestra cómo él experimentó la narración en tanto que forma de supervivencia en un doble sentido: por una parte, colaborando con los nazis en la construcción de la historia que ellos pretendían contar (la presentación propagandística del campo de Theresienstadt como un asentamiento modélico para los judíos), y haciéndose imprescindible para ellos en ese cometido; en el otro lado, siendo capaz de crear para sí mismo y los suyos una historia distinta a la del desánimo, un trabajo dirigido a objetivos concretos: como dice él mismo, “si el médico que está operando al paciente se pone a llorar por él, lo mata.”

La figura de Murmelstein es ambigua (en tanto que dirigente judío nombrado por los nazis y por tanto sospechoso de colaboracionismo), pero el retrato que de él hace la película transmite una innegable simpatía. Ello no implica que la visión de Lanzmann sea simplista y unilateral, sino que su ambigüedad está en otra parte, en los fallos y flaquezas de otros; como recuerda el protagonista, que no acusa a nadie directamente, “un mártir no es necesariamente un santo”. Está claro que los nazis eran los verdugos, pero los judíos no eran únicamente víctimas: su relato muestra cómo los lazos del poder se extienden a todos los niveles, y corrompen en todos los bandos.

El ejemplo de Murmelstein transmite una visión en cierto modo socrática, en la que la ética está ligada a la inteligencia: parece alguien que fue capaz de distinguir con perfecta nitidez y en todo momento sus objetivos personales de los de su pueblo y los de sus enemigos, para nunca anteponer los terceros a los segundos en beneficio de los primeros; y ello en las más difíciles circunstancias exteriores, sabiendo calcular fríamente la estabilidad de su posición, el alcance de su red de trapecista.

Lanzmann no acusa a quienes fallaron en esas circunstancias, pero sí, indirectamente, a quienes se permiten juzgar a Murmelstein desde fuera. Él no sólo consiguió sobrevivir a la shoa sino también, y a diferencia de otros supervivientes, a su conciencia: en la película se juzga a sí mismo sin contemplaciones (nunca se presenta como un héroe desprendido, ni oculta su fascinación por el poder), pero tampoco parece tener nada verdaderamente grave que reprocharse. Aguantó todas las críticas y condenas, convenció a alguien tan duro como Lanzmann (que quedó tan fascinado por el personaje que ha rescatado las entrevistas, que realizó durante la preparación de Shoah, para construir esta película casi 40 años después), y murió tranquilamente a los ochenta y tantos años en Roma, como (la comparación es suya) “un dinosaurio en medio de la autopista”.

La película tarda en arrancar: las dos primeras horas pesan mucho, y parecen no aportar nada a quien recuerda, aunque lejanamente, la tremenda impresión de Shoah. Pero Lanzmann funciona por acumulación, sin prisas, sin complacencias: como en una ópera de Wagner o un novelón de Thomas Mann (salvando las diferencias de medios y estrategias), hay que sobrellevar ascéticamente la sensación inicial de aburrimiento sabiendo que más tarde llegará el momento de las revelaciones; entonces, la impresión que estas producen no es la misma que si vinieran en el minuto diez; el peso de lo anterior no aplasta, sino que eleva el conjunto como el pedestal de un monumento que conmemora a Murmelstein, “el último de los injustos”.
el pastor de la polvorosa
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