Volver a enfrentarse al primer cuento de las cuatro estaciones de Rohmer es volver a calibrar sus virtudes y descubrir sus carencias, ocultas por un deslumbramiento general que nos cegaba porque, sí, Rohmer estaba de moda allá en los 90. Chicas muy guapas, conversaciones muy filosóficas, cámara invisible y desarrollo plúmbeo. Todo eso nos encantaba hace tres décadas, pero ahora, después de tantos imitadores, ya no tanto. O por lo menos a mi ya no tanto. Es más, ahora no se entiende cómo las dos chicas protagonistas no se convierten en amantes desde el primer día, cómo el padre es tan asqueroso de acosar a la amiga de su hija y cómo tienen todos unos pisazos y unos chaletazos pero, oye, no les gustan mucho. Leen a Kant y, claro, no son felices, aunque se pongan gorras para 'trabajar' en el jardín. Cine de otro mundo, casi extraterrestre, pero siempre agradable, con esos momentos de Schumann al piano que tanto nos molan a los a veces pedantes.