"Nunca escuchamos la versión de la historia del diablo, porque sólo Dios escribió el libro".
- Anatole France

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En 'Allá lejos' de Joris-Karl Huysmans, el afanoso Durtal persigue la sombra de Gilles de Rais, noble francés y amigo de Juana de Arco, quien, al no poder salvar a su santa amiga de la hoguera, se arrebató en el oficio del mal tan intensamente como san Arcadio o san Bonifacio se entregaron a la santidad, en su castillo de Tiffauges.

En su investigación, le relatan numerosas pacciones satánicas. El padre Benedictus, que consagraba las hostias bocabajo; el abad Guibourg, que mezclaba el pan ácimo con sangre, o la práctica, más sacrílega aún, de empapar la forma sagrada en líquido seminal.

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Tomás de Aquino, Agustín de Hipona, Buenaventura de Bagnoregio... En ellos hay una mención al diablo; acaso un reconocimiento velado de su existencia. En 'La semilla del diablo', Polanski consigue que la presencia del tenebroso príncipe se perciba, como la de un animal herido en la maleza, acechador y ausente, en forma de insinuación y no de hecho. Lo cual, ciertamente, resulta más aterrador.

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El elemento central de la película (adelantado por su título, dicho sea de paso) es el de la posibilidad de engendrar un hijo demoníaco y, más profundamente, las relaciones de incubato y sucubato, que conforman el contacto entre humano y divinidad infernal. En este sentido, resulta muy interesante verla como díptico junto a 'El exorcista', de William Friedkin.

En la primera, el incubato, la persona que engendra se consagra abiertamente al diablo. En la segunda, el sucubato, la mujer, novicia o religiosa, es víctima de un sortilegio, de un maleficio que la impele a ser fecundada mientras duerme, en relaciones carnales que sobrepasan las fronteras de lo físico. Este onírico y lisérgico encuentro sexual es rodado, con vistosa efectividad, por Polanski; nos deja a merced del diablo y de la volatilidad de los sueños.

Y, luego, a merced de lo que crece, lenta pero inexorablemente, en el vientre de la indefensa mujer.

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Polanski, quien tuvo un fatal conocimiento de los movimientos sectarios americanos de los años 60 y 70, juguetea con la tenebrosa idea de logias consagradas al rastreo, a la invocación y al advenimiento satánico, impenitentes y constantes, que operan amparados por el secreto. Y, luego, hace que una débil y asustadiza Mia Farrow sea el epicentro de dicha expresión maléfica. En este juego de contrastes encuentra la película un tono ejemplar: entre lo fuerte y lo voluble, lo inveterado y lo contingente, lo luminoso y lo oscuro.

La película tiene, además, un trasunto extra-cinematográfico que la beneficia: se rodó en unos apartamentos con fama de malditos. Por otro lado, un terreno más pantanoso, es inevitable verla sin sentir un escalofrío al pensar que, en el personaje de Mia Farrow, transluce algo de la realidad de la malograda Sharon Tate.

Gracias.