Una vez más, Ken Russell nos ofrece una película floja de bajo presupuesto, con una historia simplona que es desarrollada de manera lineal y sin sobresaltos, que en ningún momento consigue atrapar al espectador. Constantemente utiliza la técnica de intercalar en la historia una suerte de escenas oníricas que pretenden representar un trasfondo metafórico como complemento explicativo del guión, pero que resulta obvio e innecesario; en esos complementos, a modo de videoclips ochenteros, aparece siempre (en casi todas sus películas) una fuerte iconografía, en este caso anticatólica, pero la puesta en escena de estos fragmentos se parece a un collage de colegio de monjas, compuestos por objetos de atrezzo y personajes disfrazados de manera hortera flotando sobre fondos coloridos y una música pobre. Russell da la sensación de insinuar sólo las cosas, por no tener medios para ir más allá.
Los actores parecen de 3º orden (incluido un joven Hugh Grant, seguramente haciendo caja por aquellos tiempos para costearse sus escarceos nocturnos por Hyde Park).
Prescindible, y llena de ingenuidad, lo que al menos la dota de un cierto encanto.