Me ocurre lo mismo que con la novela en que está basada, leída durante los primeros días del lejano 2013: disfruto tanto con la trama, tanto vivo esa mentira, que, por lo mismo que no me habría importado entonces abordar un libro de mil páginas, hoy me habría apetecido una peli de tres horas.
Imagino que en la vida de todos hay dos o tres candidatos a ser el protagonista de LA VIDA DE NADIE. Alguien que se ha construido un curriculum que defiende durante años, alimentándolo poco a poco, puliéndolo y dándole forma para que, al cabo, se convierta en un espejo perfecto de lo que se hubiera debido hacer: el amante que es agente secreto, el compañero colaborador de la NASA, la prima que cantó en un musical de Broodway. Gracias a los santos del cielo, que nos envían puntuales claridad de juicio, ni con el compañero ni con el amante ni con la prima suele acabar la sangre llegando al río.
Es José Coronado, a mi juicio, lo mejor de LA VIDA DE NADIE. Es tan grande su interpretación que obliga a olvidar, incluso, la mediocridad de suegros, cuñados y amigos. Y también a Adriana Ozores, otrora magnífica. Miembro de una saga colosal y cuyo proceder, de un tiempo a esta parte, se pasa un punto de frenada. No sé si en ocasiones ve muertos, pero la naturalidad que irradiaba en el siglo pasado ha devenido en un modo de conducirse que deja en el suelo una especie de chirrido metálico.