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Ferdydurke rating:
5
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October 23, 2015
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Tócala otra vez, Sam. Variaciones sobre el mismo tema. Una vez más. Más de lo mismo. Meursault, Raskolnikov... Me repito, me indigesto, me atraganto, me hago la picha un lío.
Cambiar de ropa al muñeco para seguir en el mercado, trampeando; más pícaro que Lazarillo, más tahúr que Lonnegan. Un vendedor de crece pelo.
La lista es interminable: Kant, Kierkegaard, Husserl, Sartre... El asombro te invade. Filosofía en prime time, en cine comercial, para todos los públicos, sin rombos ni suicidios de espectadores cabreados. ¿Cómo es posible? ¿A qué se debe esta clase maestra del erudito, este tan estupendo didactismo? Rápidamente lo entiendes. Es solo calderilla, vaguedades, tópicos intelectuales, frases sueltas cogidas de aquí y de acullá, pura banalidad (del bien y del mal). Como si hubiera saqueado un libro de esos de las cien mejores citas de la historia del pensamiento, como si lo hubiera robado en unos grandes almacenes o lo hubiese fotocopiado clandestinamente. A eso añádele algún momento de piano, Bach sonando por allí, y ya. Estás metido en un parque temático supuestamente cultural. Mareado ante tanto nombre rutilante y fraseo inclemente.
Una vez pasado el gran susto, nos vamos a la trama y los personajes. Y ahí la cosa empeora. No porque no tenga interés, que sí que lo tiene, sino por cómo lo resuelve y lo desarrolla todo; con una desgana, inercia y trampa que ni el escritor más arrabalero, desalmado o desahuciado sería capaz de perpetrar por un mínimo de respeto que tuviera a sus lectores. Es decir, cuando se intenta engarzar el pensamiento con la acción, enraizarlo en la trama, el ridículo se hace el dueño, el disparate y la necedad, los amos.
Cambiar de ropa al muñeco para seguir en el mercado, trampeando; más pícaro que Lazarillo, más tahúr que Lonnegan. Un vendedor de crece pelo.
La lista es interminable: Kant, Kierkegaard, Husserl, Sartre... El asombro te invade. Filosofía en prime time, en cine comercial, para todos los públicos, sin rombos ni suicidios de espectadores cabreados. ¿Cómo es posible? ¿A qué se debe esta clase maestra del erudito, este tan estupendo didactismo? Rápidamente lo entiendes. Es solo calderilla, vaguedades, tópicos intelectuales, frases sueltas cogidas de aquí y de acullá, pura banalidad (del bien y del mal). Como si hubiera saqueado un libro de esos de las cien mejores citas de la historia del pensamiento, como si lo hubiera robado en unos grandes almacenes o lo hubiese fotocopiado clandestinamente. A eso añádele algún momento de piano, Bach sonando por allí, y ya. Estás metido en un parque temático supuestamente cultural. Mareado ante tanto nombre rutilante y fraseo inclemente.
Una vez pasado el gran susto, nos vamos a la trama y los personajes. Y ahí la cosa empeora. No porque no tenga interés, que sí que lo tiene, sino por cómo lo resuelve y lo desarrolla todo; con una desgana, inercia y trampa que ni el escritor más arrabalero, desalmado o desahuciado sería capaz de perpetrar por un mínimo de respeto que tuviera a sus lectores. Es decir, cuando se intenta engarzar el pensamiento con la acción, enraizarlo en la trama, el ridículo se hace el dueño, el disparate y la necedad, los amos.
SPOILER ALERT: The rest of this review may contain important storyline details.
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Spoiler:
Esa conversación en plena cafetería, con el oído chismoso, y la consiguiente decisión, es pura birria churriosa, baratija chusca. Pasamos de la ética kantiana a matar a un juez felón por una triste nimiedad, por una pena rutinaria y cotidiana, con una información tan escuálida y parcial, tan limitada y confusa. Sí, claro. Nada, que acabo de leer a Nietzsche y mañana mismo mato al perro del vecino para así reafirmar mi rechazo ontológico hacia la compasión por los más débiles; lo haré con una ballesta, como homenaje a Robin Hood y su precocidad marxista, tras haber escuchado al cartero llamar siempre dos veces mientras susurraba, bostezando, a los caballos, que la vida es sueño. O de cómo me hice alfarero leyendo a Paulo Coelho, tal vez palafrenero.
Finalmente, llegamos/ponemos la guinda del pastel, la parte favorita de este último (ya lleva tiempo el puñetero deambulando, como alma en pena, por esos tristes derroteros) Woody, tan gandul, tan zángano, dícese de la sección "Atando cabos" y dando "El gran salto". O de cómo conseguir que la acción vaya del punto a al punto b sin un atisbo de sutileza, verosimilitud, sentido o vergüenza. Esas escenas grotescas en las que todo el mudo comenta el asesinato del juez descarriado con la misma fruición y constancia con que se habla del tiempo, y en las que se apuntan, hasta el infinito, en cada bar, peluquería, callejón sin salida o putiferio, las diversas posibilidades del crimen nefando y perfecto, cual Super Bowl o Día de Acción de Gracias revisitado, se tornan en la chirigota más esperpéntica que ojos humanos jamás vieron. Que si la amante sabe, que si la otra también se enteró, que si mis padres barruntan, que voy, maldita casualidad, y me encuentro por la calle a una que me dicen que dijo que oyó, que la estudiante atontada lo vio cuando, pero pensó que... Anda que...
Reconozco que el final es una broma macabra la mar de simpática. Adecuado resbalón. Encaja perfectamente con lo anterior, con todo, con ese mantra tan querido de nuestro abuelo judío favorito que viene a decir que un azar truculento y guasón, despiadado y vacilón, es el que rige los inescrutables deseos de un universo frío y cruel, indiferente y lleno de hiel.
Y yo confieso que, menos mal, se me ablandó mi amargo corazón con los ojos de la Stone, la musiquita pegadiza, la tripa de Phoenix (Dios le guarde; sin complejos, así se hace, hartos ya de Pitts perfectos y otros anabolizados engendros que nos quitan las ganas de vivir), Parker Posey (esa musa del indie, siempre en mi equipo), el va y viene, el colorcito, las postales marítimas, y, sin duda lo mejor de todo, esa mañana en la que inopinadamente nuestro antihéroe se levanta a las seis y media e inmediatamente se convierte, lógicamente, en la prueba irrefutable de que lo mató él, quién si no. Así es. Cómo sabe Woody. A esa hora sabática tan tampranera nadie con dos dedos de frente ni bien nacido haría el espantoso, inhumano, atroz esfuerzo de salir de la cama si no fuera para asesinar a alguien tan malo. Yo no lo haría.
Finalmente, llegamos/ponemos la guinda del pastel, la parte favorita de este último (ya lleva tiempo el puñetero deambulando, como alma en pena, por esos tristes derroteros) Woody, tan gandul, tan zángano, dícese de la sección "Atando cabos" y dando "El gran salto". O de cómo conseguir que la acción vaya del punto a al punto b sin un atisbo de sutileza, verosimilitud, sentido o vergüenza. Esas escenas grotescas en las que todo el mudo comenta el asesinato del juez descarriado con la misma fruición y constancia con que se habla del tiempo, y en las que se apuntan, hasta el infinito, en cada bar, peluquería, callejón sin salida o putiferio, las diversas posibilidades del crimen nefando y perfecto, cual Super Bowl o Día de Acción de Gracias revisitado, se tornan en la chirigota más esperpéntica que ojos humanos jamás vieron. Que si la amante sabe, que si la otra también se enteró, que si mis padres barruntan, que voy, maldita casualidad, y me encuentro por la calle a una que me dicen que dijo que oyó, que la estudiante atontada lo vio cuando, pero pensó que... Anda que...
Reconozco que el final es una broma macabra la mar de simpática. Adecuado resbalón. Encaja perfectamente con lo anterior, con todo, con ese mantra tan querido de nuestro abuelo judío favorito que viene a decir que un azar truculento y guasón, despiadado y vacilón, es el que rige los inescrutables deseos de un universo frío y cruel, indiferente y lleno de hiel.
Y yo confieso que, menos mal, se me ablandó mi amargo corazón con los ojos de la Stone, la musiquita pegadiza, la tripa de Phoenix (Dios le guarde; sin complejos, así se hace, hartos ya de Pitts perfectos y otros anabolizados engendros que nos quitan las ganas de vivir), Parker Posey (esa musa del indie, siempre en mi equipo), el va y viene, el colorcito, las postales marítimas, y, sin duda lo mejor de todo, esa mañana en la que inopinadamente nuestro antihéroe se levanta a las seis y media e inmediatamente se convierte, lógicamente, en la prueba irrefutable de que lo mató él, quién si no. Así es. Cómo sabe Woody. A esa hora sabática tan tampranera nadie con dos dedos de frente ni bien nacido haría el espantoso, inhumano, atroz esfuerzo de salir de la cama si no fuera para asesinar a alguien tan malo. Yo no lo haría.