Parece evidente que Guillermo del Toro, en un ataque de nostalgia, ha querido homenajear a las películas clásicas que vio de niño, seguramente en un cine como el se haya debajo de la vivienda de Elisa, la protagonista de su última película, seguramente también en programas dobles (¿musicales y terror-fantástico quizás?) que colmaban sus sueños cinéfilos infantiles. Para ello se sirve de un mito tan cinematográfico a su vez como el de “La bella y la bestia”, aunque, si se me permite la licencia, en este caso ni la bella es tan bella ni la bestia tan bestia. En el primer punto no importa demasiado, el personaje de Elisa, magníficamente interpretado por una esforzada Sally Hawkins, es una variante inteligente de la princesa de cuentos de hada, aquí muda, frágil y apocada, que, sin embargo, transmite una gran fuerza interior. En cambio, al personaje de la bestia, en su versión de hombre-pez, le falta entidad, personalidad, capacidad de empatizar con el público, lo que supone un lastre que mengua considerablemente las posibilidades de la historia. Por contra, hay que reconocer que Del Toro ofrece toda una exhibición de clase a la hora de dirigir y de poderío visual que es un goce para los sentidos. El convencionalismo que se apodera de la película desde el principio hasta el final, lo sabe superar a fuerza de riqueza narrativa, de recursos estéticos y planos portentosos. Lástima, como digo, de que la historia de amor, que al fin y al cabo es el eje de todo, no acabe de funcionar como debiera, de que la magia no aparezca para elevar esta enésima revisitación del mito a la altura de lo que si lograron John Guillermin, Tim Burton o Ford Coppola, por ejemplo.

Lo mejor: es un espectáculo visual y sonoro de primerísimo nivel.

Lo peor: que el agua apague las chispas entre la bella y la bestia.