La Nouvelle Vague se resiste a morir. Una forma radicalmente distinta de entender cómo se hace cine se mantendrá mientras cuente con practicantes como Garrel (o como Godard, aunque sus películas se espacien tanto en el tiempo). Nada de artificios, nada de espectacularidad falsa, nada de emociones vertiginosas y vacías que se olvidan a los dos minutos de abandonar la sala de cine. Aquí sólo cabe el cine de verdad: la expresión en imágenes de ideas y sentimientos al servicio de una historia, aunque la existencia de la misma no sea imprescindible. Y Garrel cumple. Con creces. Esta obra está llamada a convertirse en una obsesión a la que volver una y otra vez durante años.

La frustración de la juventud revolucionaria tras la traición de los sindicatos al mayo del 68 es la base del argumento, pero no comprende ni una pequeña parte de su poesía, de su delicadeza, de su autenticidad.

Las referencias de Garrel están claras. En El nacimiento del amor hay una entrañable alusión a Jean Eustache, en Los amantes habituales, uno tiene la impresión de mantener un diálogo con el primer Godard, con el primer Truffaut... de sentarse a ver la película al lado de Rohmer o Varda. Estoy agradecido a Garrel por devolverme la fe en el cine.