Se tarda poco en deducir que Cars no es una de esas obras de arte pixarianas. Y resulta sorprendente, pues siendo este un trabajo dirigido por el mandamás de los estudios de animación, cabría esperar una especie de producto Pixar elevado a la enésima potencia capaz de tenernos a todos corriéndonos de la emoción a los cinco minutos de metraje.

Las comparaciones son odiosas, y a pesar de que Cars sea un notable filme animado, decepciona. Su animación es, como siempre, perfecta, pero otros aspectos técnicos no están a la altura. La historia, o más bien su mensaje principal, parece un poco de manual. Superficial. Mucho dinero, ningún amigo. Puede que sea una buena enseñanza para los más pequeños e inocentes, pero se adivina bastante menos madurez (el humor, a excepción de los gags de la furgo sesentera y poco más, es bastante infantil) tras las imágenes de Cars de la que es habitual en Pixar. Y, por ello, y por la falta de una banda sonora digna de reseña, son casi inexistentes los momentos que consiguen emocionar.

El resultado se queda en entretenido y bien facturado, pero carente de la magia esperable.

Aunque existe un componente crítico en la película, algo más escondido, y mucho más adulto, merecedor de aplauso. La crítica a esta sociedad esclava de las prisas y del cambio inmediato que impiden pararse a contemplar, a saborear, a reflexionar. A la extraaceleración y a la estupefaciente velocidad a la que estamos acostumbrados, al absurdo afán por hacer la mayor cantidad de cosas en el menor tiempo posible con la intención de exprimir al máximo nuestras existencias, falsamente. A este mundo donde, por desgracia, lo que un día es oro, el siguiente es polvo.