En estos tiempos en los que mal del que sea es consuelo de todos y de desconfianza absoluta en los que cualquiera puede metérnosla doblada que con un par de bonitas palabras adornadas con sonrisa ni nos enteramos, César viene mucho al caso. A hacernos pensar un poco en ese otro lado de la cama. Y Tosar lo clava, una vez más. Aunque se le ha visto en mejores actuaciones, su papel, el del más grandísimo (y discreto) hijo de puta que la mente humana pueda concebir, impone, tanto como él acongoja.

Le añade, a parte, un plus a su personaje esa capacidad que tiene el lucense de mostrarse humano, cercano, credibilísimo. Nos creemos el pilar del filme. Nos entra por donde sea. Nos lo imaginamos. Nos estremecemos.

Porque sí. Balagueró, con muy mala leche, da mal rollete poniendo a un portero a jugar a ser Satán, aunando sencillez, sugestión, y un ritmo que solo se pierde, poco, en un momento en el que la historia parece haberse estancado. Después el desarrollo avanza hasta la predecida y esperada explosión. Y mola. Aunque también duele, como duelen los cojones en la epiglotis durante más de medio metraje.

Es el logro de un guión que surge de una premisa interesantísima y que, a pesar de olvidarse un poco de la complejidad en las argucias de su protagonista y en la profundidad de su perfil, funciona de sobra. Porque sabe jugar bien -de lujo en su desenlace- sus bazas. Y por ese mismo principio de simplicidad por el que funcionan nuestros mayores miedos.