La película, en un inicio, nos muestra “la muerte de Dios” por parte del recién creado gobierno comunista yugoslavo al termino de la Segunda Guerra Mundial, por lo que el país paso a ser ateo y se trató de suprimir la religión.

En un principio se juega a criticar dicha actitud, y a presentarnos unos “milagros”, que revoluciona el pueblo donde suceden los acontecimientos. Todos creen que un vagabundo mudo, que ha aparecido misteriosamente en el establo de unos aldeanos, es el hacedor de milagros. Las autoridades comunistas trataran de demostrar que lo ocurrido no es cierto, empleando para ello cualquier medio a su alcance.

Pero a medida que avanza el filme, el dardo envenenado del autor deja de dirigirse contra las autoridades, y se centra en el pueblo, esa “masa” que cambia de opinión como otros de calcetines. Esa masa, cruel, déspota y sobre todo ignorante, que lo mismo tira piedras contra el cura del pueblo que diez minutos después está peregrinando a la iglesia. Esa masa que busca la salvación del alma en el vagabundo y luego lo intenta asesinar entre risas e insultos. Ni los niños se salvan.

La masa entendida como una gran concentración de personas que no reflexiona sus actos, que actúa por impulsos, que tiene siempre la razón y eso justifica en el momento cualquier acción por cruel que sea.

Ese pueblo, en suma, que necesita su opio. Sea el que sea. Y a cualquier precio.