Impresionante debut el de este director al que vemos tan de uvas a peras. Punto de partida, la América profunda, la de esos pueblecitos polvorientos unidos por kilómetros y kilómetros de desérticas carreteras. En uno de ellos, dos jóvenes conocerán el amor -o el concepto que de él tienen- por primera vez. Él, de mirada tranquila e inescrutable; ella, de cándida inocencia subrayada en sus ojos azules. Se miran, y como polos opuestos quedan unidos de por vida. Una vida, la verdad, bastante perra... para bien y para mal, pues siempre hay algo que rescatar de entre las ruinas.

El que busque respuestas para lo que ocurre en pantalla no las hallará. Y puede que esto llegue a cabrearle. Yo le sugiero que se deje llevar por esa música de xilófono que huele a añejo y a recuerdos sin referente al que agarrarse, que evoca a una vida apresurada, improvisada sobre la marcha entre mapas repletos de palabras incoherentes y cielos nubosos que se expanden más allá del horizonte. Qué belleza hay en sus imágenes. En su apariencia calmada aun a pesar de los disparos. Qué belleza en la pureza y simplicidad con que queda todo retratado, sin alardes, sin rodeos; todo es narración y presentación de personajes.

Y nada más. Y nada menos. Todo y nada, señores. Que disfruten con el viaje.