Hay un tema que se repite últimamente, el de los náufragos, del mar o del espacio, que realizan una lucha titánica para sobrevivir. "La vida de Pi", "Gravity", "Cuando todo está perdido"... El ser humano enfrentado a una inmensidad aterradora, tan solo que el silencio cobra entidad, y sin nada más que su propia persona y unos cuantos objetos con los que enfrentarse al abismo.
Excelentes alegorías de la vida. Somos universos-islas flotando a la deriva en un océano interminable, o en el vacío del espacio, buscando otras islas con las que engañarse con el fantasma de la compañía, y un instinto de conservación aferrado a nuestras entrañas nos impulsa a pelear para continuar viviendo, un minuto más, una hora más, otro atardecer, otro amanecer, seguir respirando, sintiendo el dolor de ser, de existir, por qué la vida se esfuerza tanto, por qué hasta la criatura más diminuta se revuelve contra el final que de todos modos ha de llegar tarde o temprano... Y eso que dicen que la muerte es dulce, que una vez que envuelve ya no hay sufrimiento, no hay dolor, llega la paz, no hay más que dejarse llevar y ella arropa con su manto del sueño eterno.
¿Por qué tanto empeño en continuar?
Supongo que porque al otro lado tampoco habrá alegría, ni placer, ni esperanza. Nada.
Quizás es preferible una chispa de vida a una nada perpetua.
Por eso el náufrago no quiere rendirse. Porque desea retrasar la nada.
Somos ese hombre perdido en medio del mar, abandonado a sus recursos, que planta cara a la muerte.
Fantástico Redford a solas con los elementos en un drama de supervivencia en el que el océano ya no es un símbolo de aventura, sino lo que realmente es, una fuerza colosal e implacable de la naturaleza.