Sin escatimar en cuanto a violencia, reflejando la sórdida vida de los protagonistas, que habitan en un ambiente en el que traficar con las vidas humanas no es más que un lucrativo negocio, aparece sin embargo un pequeño destello de algo que podría denominarse afecto, o incluso esperanza...
Tras un comienzo brutal, la niña, que se ha salvado de la muerte por los pelos, no encuentra otra salida que esconderse en el piso de León, un enigmático vecino cuya profesión no desmerece de la fama del edificio: es asesino a sueldo. Casi nada.
León es un hombre extraño. Ermitaño y solitario hasta el extremo, silencioso, no sabe leer, no ve la televisión, no entiende nada de cine, vive prácticamente aislado del mundo... Sólo hay una cosa que sabe hacer muy bien y a la que dedica gran parte de su energía: planificar el siguiente asesinato. Es una máquina de matar.
Es difícil imaginar a dos seres tan dispares conviviendo juntos. Pero la niña, desesperada y con deseos de venganza, necesita a León, y éste la acepta en su vida. Ella empieza a enseñarle algo que él desconoce: la simple y pura distracción, a entretenerse haciendo cosas que la gente suele hacer para entretenerse, intenta ponerle al día con las novedades del cine, la televisión, le anima a jugar... Hasta entonces, la única distracción que él se permitía era dedicarse a sus macetas o simplemente quedarse mirando la pared o el techo.
Con la niña, en su espartana vida ha entrado un elemento de frescura y ternura que él no conocía, y se irá sintiendo responsable de ella.
Dentro de toda su dureza, el amor que va naciendo entre estos dos seres marginales que están fuera de la ley y/o fuera de la sociedad se erige como un hermoso faro que ilumina el tenebroso camino que tienen por delante. Posee una cierta calidad poética que destaca en medio de la sordidez.
Curiosa y efectista película que deja con un nudo en la garganta y con el corazón encogido.