Los cortos que acarician el sentimiento con la yema de los dedos, y que lo hacen con delicado desgarro, dejan huella pese a su corta duración. La originalidad es un ingrediente incluido que los conduce a lo sublime, para que veamos qué maravillas se pueden contener en tan breve espacio.
Y en realidad no son otra cosa que pequeños relatos sobre la alegría y el sufrimiento de estar aquí.
El modo en que la vida de una persona va quedando atrás, década tras década, sumergida en el océano de la memoria, es materializado alegóricamente. Una hermosa y melancólica metáfora es la casa inundada y reconstruida cada vez más arriba, teniendo que abandonar cada nivel cuando el agua sube y hace impracticable la vivienda actual. El anciano ha fabricado desde su infancia casita tras casita, siempre sobre el tejado de la anterior, la última siempre algo más pequeña a medida que la soledad encoge el entorno del hombre que se empequeñece, que mengua acompañado de los fantasmas de los que se fueron, los únicos que ya podrán acompañarle en la subida hacia el ocaso, hasta que el océano se trague lo poquito que le queda y la casa no siga ascendiendo.
Y abajo quedan todos los niveles, toda la vida, y el dolor de haber vivido es el comensal que brinda con el anciano, sentado en la otra silla.