Ójala se hicieran en la actualidad series tan agradables como la que nos ocupa. Es desolador observar el panorama en lo que a series dirigidas al público infantil se refiere. Los pixeles, la mierda yanqui-cool y las paranoias japos alienan a los chavales, que cada vez tienen un mayor cacao mental. No les vendría mal, ahora que el invierno se cierne sobre nosotros, sentarse al lado de la chimenea a escuchar a sus mayores contar historias y batallitas, en un ambiente hogareño que podrían rematar con la proyección de esta fabulosa serie. Que dejen que el entrañable narrador les guíe con su cálida voz (gran doblaje, sí señor) a lo largo de historias sencillas y hermosas, antiguas como la propia tierra. Que las marionetas (me siguen pareciendo magníficas) y los preciosos dibujos de fondo activen su fantasía, y sugieran, en vez de tanto mostrar y mostrar, y golpe de espada, y metamorfosearse... Que dejen de lado por momentos el bullicio y frenesí y empiecen a adiestrar su oído gracias algunas de las melodías más dulces de la televisión. Claro que todo ésto requiere de la iniciativa paterna (cada vez menos abundante). Si tienen suerte podrán maravillarse de una de las mejores series jamás creadas. Amarga y dulce a la vez, que empieza como un hola y termina como un adiós.