Martin Scorsese planeaba dedicarse al sacerdocio católico y reconoció que el protagonista de esta película, Charlie (Harvey Keitel), vendría a ser su alter ego.

“Los pecados no se redimen en la iglesia, se redimen en las calles, se redimen en casa”, éste es el pensamiento con el que Charlie sale de la Iglésia buscando imponerse su propia penitencia en las Malas Calles, especialmente responsabilizándose de su irreconducible amigo Johnny Boy (De Niro), incapaz de conseguir el dinero que debe.

Scorsese retrata perfectamente el ambiente que se respiraba en Little Italy, de hecho varias escenas se rodaron en los callejones y alrededores de su propia casa, con muchos problemas de presupuesto, solventados en parte por el bolsillo de Francis Ford Coppola, que pagó la procesión tradicional de San Gennaro.

De Niro tiene un carisma especial en su papel de pillo que sólo vive el presente, aunque al final no alcanza el dramatismo pretendido. Charlie es quien lleva el peso de la historia, espabilado a la vez que atormentado por sus dilemas morales y por sus perspectivas de futuro. Quizá Keitel estaría perfecto si no tuviera tanto protagonismo, o quizá estoy acostumbrado a que me deje con ganas de más en otras de sus películas en las que aparece estelarmente.

Malas Calles muestra las obsesiones fundamentales de la cinematografía de Scorsese, apoyándose en una cámara inquieta y en muchas situaciones entre divertidas y ridículas, a base de diálogos redundantes y la tensión de peleas inminentes, con las que nos hacemos una idea de cómo era el día a día de estos buscavidas, sin que más allá de eso se cuente una gran historia. Es este pobre argumento lo que me impide darle una nota mayor (6,4).