No vivo en la India, no voy a la universidad en tren. Mi padre no es sacerdote, ni poeta. Mi madre no lleva velo, no tiene marca en la frente. No cargo con la muerte de un ser querido a cuestas, no he visto cara a cara a la pobreza, a la necesidad. Duermo en colchones, no tengo pequeños lagos con luciérnagas besando las paredes de mi casa. No soy Apu. Ni siquiera me parezco a el.

Pero si me preguntan que película representa mejor la adolescencia, no tengo dudas. Aparajito.

Es universal.

Como todo arte, el cine tiene que tocar la sensibilidad del receptor, apelar al espíritu de la persona.
El arte nace del espíritu y su cometido es alimentar al mismo.

Cuando una obra es monocromática en todo sentido, confusa y sin alma, no transmite. Ni siquiera en sus escenas oníricas Brazil llega a liberarse de un algo que la aprieta y la ahoga. Todo me parece burdo, de papel cartón, sin tono ni atmósfera.
Todo esta rodeado de un aura de oficina de consulado, de espera en colas y tráfico en la ciudad.

Brazil se convierte en lo que critica, la burocracia hecha película.

Jamás vi lágrimas ni besos más sinceros y tiernos en el cine, que entre O'Brien y Gaynor. Se te encoge el pecho, se te hiela la garganta, te inunda el arte en sus más altas formas...

Cuando entran en la iglesia...esa escena, merece ser salvada y enseñada a cada persona con un poco de alma en el mundo. Por perfecta, por artística y por HUMANA.

Inland Empire es arte desbocado. Piel de cine sin envoltorio de ningún tipo. Músculos al aire, tendones sueltos. La perturbación de Lynch llevada al extremo, en una obra de genio mastodóntica donde todo encaja sin aparente razón. Razón que ni se huele, ni se llega a atisbar, porque no existe. Tampoco hace falta. Si alguna vez el cine fue vehículo de sensaciones, nunca fue más verdad que con esta cinta.

Hace falta recorrido como cinéfilo, predisposición y sobre todo la idea clara de que no nos encontramos ante entretenimiento simple, sino arte. Arte puro, sangrante, retorcido…

Quintaesencia del formato serie. Revolucionaria sin modelos, sin aparentes herederos, rara avis.

Al finalizar la década solo queda reafirmarla, asentarla en su pedestal de oro impoluto, como la gran obra audiovisual, como el estandarte que asomó la cabeza entre la mediocridad y la convulsión de una industria entregada al maletín de cuero.

Todo esta dicho sobre ella, y sin embargo nunca estará de más volver a beber de su esencia, a disfrutar de sus imágenes, de sus líneas escritas convertidas en novela audiovisual. Por su grandeza, que escapa incluso a su ambición, a su humildad de pie de calle, a su honestidad rabiosa.