Haz click aquí para copiar la URL
Críticas de Doctor Zaius
<< 1 4 5 6 7 10 >>
Críticas 49
Críticas ordenadas por utilidad
9
18 de febrero de 2016
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
I. El Hijo de Saúl es una apuesta. Una por esa tercera vía existente entre aquellos cineastas que dicen que no se debe representar el holocausto y aquellos que sí son partidarios de hacerlo. Esta discusión -representabilidad sí, representabilidad no-, acompaña a la cultura occidental desde el fin de la II Guerra Mundial. Ficcionalizar el horror absoluto para acercarse a él o buscar la vía del documental, levantar tramas narrativas alrededor del agujero negro o limitarse a la facticidad de las imágenes de archivo. Conjugar la necesidad de hacer memoria con el acercarse de la manera adecuada a la gran carnicería industrial del siglo XX. Cuál es la posición correcta del cineasta y cuáles las elecciones que debe hacer para convertir su hacer artístico en una manifestación ética a la altura de lo que se está contando. He ahí el dilema.

II. En esta discusión con aires de guerra la forma resulta ser el campo de batalla. Visualmente, tanto la elección del formato 4:3 en analógico como la mayor parte de los encuadres (primeros planos de la cara inexpresiva de un protagonista que está más allá de la vida porque sabe que ya está muerto) y el uso de la luz parecen dar la razón a la tesis que afirma la irrepresentabilidad de lo sucedido en Auschwitz (epítome de todos los campos de concentración nazis). Los trazos visuales del horror se cuelan esporádicamente en nuestro campo de visión. Los profundos desenfoques configuran manchas de color informes o bien sugieren la posibilidad de cuerpos amontonados, de crematorios improvisados al aire libre o de inmensas fosas comunes. La fenomenología del horror, mediante este desvío óptico, termina funcionando visualmente en segundo plano, como un zumbido escópico permanente del que no podemos librarnos.

III. Lacan, en su reformulación del psicoanálisis, establecía que la vista es el sentido del espectáculo. Que el tacto, gusto y olfato son los sentidos de la intimidad. Y que el oído juega un doble papel: funciona al nivel del espectáculo y también en el plano de lo íntimo. Laszlo Nemesz juega con esta idea y deriva Auschwitz casi por completo a nuestros oídos. Lo retira parcialmente del alcance de nuestros ojos, donde corre el riesgo de transformarse en puro show macabro (pienso en el francotirador de “la lista de Schindler” como ejemplo de ésto), en pura atracción escópica por lo abyecto en vez de repulsión moral cargada de ira. En esta retirada, en la cual el fuera de campo es obliterado continuamente, y en el que los desenfoques convierten la posibilidad de espectacularizar el horror en mero ruido blanco visual, hay una elección ética que vertebra la película, que le confiere su estructura y articula todo su desarrollo.

IV. El sonido, por tanto, carga con la (imposible) representación del horror. A diferencia de la imagen, que, sea cual sea su contenido, parece aspirar siempre secretamente a seducirnos, el sonido aparenta estar al margen. Es pura facticidad que nos habla íntimamente y es atmósfera en la que nos sumergimos simultáneamente. De esta dualidad nace su facultad de hacernos creer tanto en una especie de armonía oculta entre nosotros mismos y el mundo como en la posible disociación de uno mismo con su interioridad. El sonido nos puede llevar más allá de nosotros mismos siguiendo tanto el camino de la liberación como el de la catástrofe.

V. Laszlo Nemesz, pues, centra la mitad de su apuesta fílmica en retirar la imagen nítida del horror y en acercarnos al rostro-máscara de un ya-muerto-en-vida. La otra mitad de ella consiste en envolvernos en los sonidos comunes de un campo de concentración. Nos mete dentro de una coctelera sónica en la que las puertas marcan la frontera entre la vida y la muerte al cerrarse mientras se oyen golpes y gritos sobre ellas, en la que escuchamos los altavoces del campo llamando a los prisioneros a desvestirse antes de la ducha para “ir a cenar”. También escuchamos los gritos de los Kapos (capataces) llamando a sus trabajadores judíos a retirar cuerpos e incinerarlos, a retirar cenizas y a transportarlas. Asistimos a la calculada agenda de trabajo del horror por la vía de la inmersión sonora. Y somos concientes de que es en esta mecanización y automatización del exterminio donde radica lo mas específico del terror nazi. No les bastó con negar la humanidad a los judíos y con desarrollar un milimétrico plan de exterminio: el genocidio debía ser maquínico, debía seguir los estándares de eficacia de la fábrica surgida de la revolución industrial. De esta forma, los cuerpos de los muertos, tratados como cosas indistinguibles unas de otras, intercambiables entre sí, liberadas de los revestimientos todavía reciclables, y destinadas al vertedero, acaban por ser pura excrecencia de la que sólo resta deshacerse.

VI. Basada en una historia real, la rebelión de un sonderkomando -grupo de judíos que trabajaban en los campos de concentración haciendo el trabajo sucio- en 1944, la película precisa de una excusa argumental que simbolice la búsqueda de aquello que aún hace humano a quien está sumergido en pleno corazón de las tinieblas. En este caso, el cuerpo de un adolescente fallecido en las cámaras de gas al que el protagonista decide dar sepultura a toda costa. Librarlo de esa segunda muerte que es la fosa común, la pira colectiva, la ceniza que se va al río. Su empeño, contra todo lo que le rodea, establece la carga ética de su gesto: romper las condiciones de posibilidad de su propia acción. Introducir, material y simbólicamente, un grano de arena en la maquinaria de muerte industrial en la que está inserto. Dejarse la vida definitivamente entregando un hálito de humanidad última allí donde esta ya no cabe.

(sigue en "spoiler")
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Doctor Zaius
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
4
19 de septiembre de 2010
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ay. Con lo que me gusta la Jovovich. Con lo que molaba Ali Larter en esa gloriosa 1ª temporada de Héroes. Y Wentworth Miller, pues nada, siempre será Michael Scofield, pero está bien que intente escapar de su personaje. Y el videojuego. Sólo he jugado al III y al IV, pero era un buen producto. Atmósferas malsanas, basura por todas partes, zombis enloquecidos, perros diabólicos, la humanidad sin esperanza y ese bicho llamado Némesis: fantástico.

Pues con todo este material de partida, el director-guionista-terrorista ha optado por: a) Volver al año 2000 y saquear todos los hallazgos visuales de Matrix -desde el tiempo-bala hasta los clones del agente Smith pasando por los hangares blancos llenos de tecnología hipermoderna y las gafas de sol de los protagonistas-, repitiéndolos sin gracia y despojándolos de toda la capacidad de sorpresa con la que nos asombraron en su momento; b) coger el cómic "los muertos vivientes" de Robert Kirkman y fusilarle la idea completa de los humanos refugiados en una cárcel rodeada de miles de zombies; c) aprovechar el barco de la fundación "Humana" de "hijos de los hombres" y cambiarle el nombre -"Arcadia"- para tener una mínima excusa argumental; y d) Coger la estética de los clones de "la Isla" y aprovecharla para vestir a los humanos supervivientes a la infección de ese color que simboliza la pureza.

Ideas originales: cero. Ordenadores: como un millón. Tensión narrativa: cero. Incongruencias argumentales: como un millón.

Ah, y algunos zombies, para introducir algo de imaginación, hacen una cosa con la boca en plan Predators, en vez de morder. Agotado se quedó Mr. Anderson tras este despropósito en el que demuestra básicamente: a) que dirigir no es lo suyo; b) que escribir guiones no es lo suyo; c) que copiar a otros no es lo suyo; y d) que tener ideas originales no es lo suyo.

Ay. Y ese doblaje. Terrorismo actoral.
Doctor Zaius
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
8
21 de julio de 2020
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Finales del siglo XIX. Un hombre joven llega a un faro en un punto inconcreto de la geografía estadounidense (se supone que Nueva Inglaterra) para reemplazar durante cuatro semanas al anterior ayudante del farero titular. Algo en el aspecto de ambos, tras el visionado de varios planos generales de la isla en la que se haya dicho faro, resulta inquietante: el parecido físico que presentan parece corresponder a dos personas que podrían ser la misma solo que en diferentes momentos de su vida. El acentuado contraste entre blancos y negros consecuencia del soporte físico de la película en 35 mm sirve para enmarcar a los dos protagonistas en varios planos medios como si contempláramos un díptico existencialista sobre las edades del hombre.

La presentación visual de la isla va acompañada, durante bastantes minutos, por los únicos sonidos que se escuchan: las pisadas de ambos, el crujir de las maderas, las bisagras chirriantes, los distintos tipos de fluidos contra diversos recipientes, el sonido brutal de la sirena del faro o incluso los sonoros pedos del mayor de los dos. Los planos interiores van a servir para describir el lugar de residencia de ambos: un espacio claustrofóbico, sin sitio para la intimidad personal, destartalado y casi tan inhóspito como el exterior del que supuestamente debe ser refugio. Un pasadizo anexo a la casa donde van a residir configura el cordón umbilical con el faro que da título a la película. En apenas diez minutos tenemos el tablero de juego -el océano circundante, la isla, la casa, el faro- y a los jugadores -cada uno, una versión aparentemente mayor o más joven del otro-.

Eggers va a desplegar durante el resto del metraje y de forma intencionada varias capas de lectura. Una de ellas es la mitológica: el faro representa una especie de saber superior que el mayor de los dos hombres veta al menor. Las referencias aquí son Proteo, uno de los hijos de Poseidón, capaz de predecir el futuro y de cambiar de forma para evitar tener que hacerlo, y Prometeo, el titán que robó el fuego a los dioses para llevarlo a los humanos y que fue castigado por Zeus por ello. Proteo, -descrito por Homero en la Odisea como “el anciano hombre del mar”- sería Thomas Wake, un desatadísimo Willem Dafoe, dedicado a torturar a base de tareas inacabables a su ayudante Ephraim Winslow, un Robert Pattinson en permanente estado de ultraconcentrada exasperación- y a lanzar predicciones de mal agüero que siempre terminan cumpliéndose. El conflicto entre las dos figuras, leído en esta clave, busca trascender la simple colisión de personalidades, trasladando el relato a una especie de mito reelaborado por el cual la prohibición del viejo agorero de acceder al conocimiento prohibido acaba con la conquista de este por parte del joven temerario de forma trágica.

Otra capa, más interesante, la configura su parentesco con los relatos lovecraftianos acerca de horripilantes deidades tentaculares de origen cósmico. Esta concomitancia es, sobre todo, atmosférica. El faro está permanentemente envuelto en una atmósfera malsana, en un ambiente amenazante que no para de pronosticar desgracias por venir. En algún momento del metraje el sentido de la realidad descarrila y la película se desliza por esa pista sin marcas viales que es la lógica de la pesadilla (como si estuviéramos en “el horror de Dunwich” o en “la sombra sobre Innsmouth”). Las cuatro semanas iniciales de aislamiento se estiran por culpa de un temporal que no parece terminar nunca. El sentido del paso del tiempo se deforma y un abrir y cerrar de ojos parece corresponder con quince días de actividad que uno de los protagonistas no recuerda. Extraños sucesos relacionados con cosas viscosas surgidas del océano ponen a prueba la supuesta cordura de los protagonistas. En algún momento la escalera en espiral que conduce a la parte superior del faro (y que con tanta habilidad y gusto por los homenajes cinematográficos rueda Eggers) se convierte en metáfora visual de la propia narración: los conflictos entre los protagonistas se agudizan y la violencia soterrada entre ambos va convirtiéndose en algo explícito a medida que el encierro y la tempestad exterior los obligan a compartir espacio. Desde algún lugar de la isla intuímos que Chtulhu o Poseidón o alguna sirena (en su sentido original de seres vinculados con el otro mundo y conductoras de almas) andan jugando con los dos hombres como si se tratara de marionetas a su servicio. Un mal de origen antiguo parece estar enraizado en la isla que da asiento al faro. Y su expresión -casi siempre indirecta, sin evidencia visual excepto por un significativo y turbador plano- parece ir enloqueciendo y haciendo perder cualquier atadura con lo real a ambos protagonistas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Doctor Zaius
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
The Iron Ministry
Documental
China2014
6,9
75
Documental
8
17 de mayo de 2015
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Abre este poderoso documental un plano secuencia en el que se nos presenta en pantalla una superficie metálica. La cámara se desliza por esta imagen prácticamente abstracta, recorriendo morosamente la geometría del objeto que examina sin que podamos determinar qué es exactamente. Tras unos minutos de exploración, de pronto, en el plano se cuela una masa rojiza y sanguinolenta que corresponde a un trozo de carne de animal. El plano se abre y apreciamos que aquella superfice que estábamos a explorar (de forma casi íntima) correspondía al techo y a la pared de un espacio intermedio entre vagones. En dicho (no-)lugar, diseñado para la asepsia y la impersonalidad que corresponden a un microespacio de tránsito, un grupo de viajeros ha montado un improvisado despacho de carne. Esta síntesis visual entre lo tecnológico y lo orgánico, así como entre la idea de espacio público y privado, articula de forma reiterada todo lo que el documental va a ofrecer a continuación: un retrato fragmentario de una sociedad inabarcable a través de un medio de comunicación que funciona socialmente como una inmensa red de venas y arterias, llevando de allá para acá personas, objetos y capitales así como sus correlatos imaginarios en forma de sueños, esperanzas y frustraciones.

Leemos en los créditos finales que lo filmado corresponde a un periodo de tiempo de tres años aproximadamente. En ese intervalo, por delante de la cámara de J.P. Sniadecki desfila un pequeño catálogo representativo de la variedad de etnias y culturas que engloba el significante “China”. Siendo interesantes los diálogos que siembran el metraje entre personas de distintas procedencias geográficas, así como los anhelos e intereses que explicitan y las expectativas que se deducen de sus desplazamientos, destacan singularmente aquellos en los que la realidad política y económica del país es analizada -cautelosamente- por los distintos viajeros que se atreven a hablarle a la cámara o a hablar entre sí delante de ella. Hay críticas al mal funcionamiento de los servicios, al coste de la vida, a la corrupción de las autoridades o a lo exiguo de los salarios en las fábricas. La crítica mayor, sin embargo, al sistema que marida lo peor del capitalismo (el libre mercado absoluto) con lo peor del comunismo (control total de la vida cotidiana y ausencia de libertades básicas) está ausente de los diálogos. Este vacío nuclear ejerce de inesperado centro del documento visual de Sniadecki, en agujero negro alrededor del cual parecen orbitar incluso las vías de los trenes que observamos.

La película además, realiza una discreta radiografía de la lucha de clases en la China contemporánea. Sin una palabra, sin discurso textual, las imágenes muestran los vagones de las distintas categorías en las que se dividen los ferrocarriles y, con ello, trazan un esquema magnífico del sistema de clases que es, al tiempo, pirámide socioeconómica. Asistimos, así al bullicio y a la superpoblación de los vagones más humildes. Gente que utiliza el ferrocarril para mover mercancías y que la vende sobre la marcha. La ruidosa y festiva clase media, satisfecha con un bienestar material que parecía inalcanzable para la generación de sus padres. Los vagones más tranquilos de, intuimos por la cacharrada tecnológica desplegada, profesionales y estudiantes. Y, finalmente, los espacios holgados y silenciosos de la gente más adinerada, en donde la paz absoluta se funde con la máxima soledad y unas cuentas corrientes elefantisíacas. Casi sin darse cuenta uno acaba pensando en Snowpiercer, la película del surcoreano Bong Joon-ho que transcurre en un tren que da vueltas y vueltas a un planeta Tierra glacial mientras en sus vagones segmentados férreamente en clases sociales cerradas tiene lugar una revolución.

Visualmente destaca la potencia de los planos de las muchedumbres que saturan los vagones de clase más baja: esa cámara inmersa en su contexto, que transmite el agobio y la claustrofobia pero también la excitación y la algarabía de los cuerpos apiñados, funciona casi como una extensión de nuestros sentidos. El oficio de cineasta entendido como necesidad de signar una realidad con la cual es preciso fundirse encuentra aquí una verificación empírica. En muchos momentos el documental resulta conmovedor gracias a la hondura de sus planos y al trabajo cuidadoso de filmación de una realidad que absorbe al observador, que lo integra en su seno y le da la oportunidad de recoger sus tripas y exponerlas públicamente.

Intenso y apasionante, alejado de cualquier forma de maniqueísmo o simplificación, este pequeño documental es un ejemplo de la capacidad del cine para hacer que nos interroguemos sobre realidades en apariencia homogéneas y monolíticas desde la distancia que, enfocadas desde la distancia justa, revelan sus interminables pliegues y fracturas y la complejidad de la textura humana que las habita y conforma.
Doctor Zaius
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
9
7 de febrero de 2013
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Criminales de medio pelo, criminales de poca monta, ladrones vagos, atracadores despistados, asesinos a sueldo que prefieren entregarse al alcohol y el sexo antes que la cumplir con sus tareas... Killing them softly presenta un catálogo terminal de outsiders que llevan entre mal y fatal la crisis económica de estos últimos años en unos Estados Unidos convertidos en territorio abrasado. La trama principal, como es habitual, es irrisoria: un golpe chapucero que irrita a algunos mandos intermedios de cierta organización mafiosa trae una onda expansiva de consecuencias dramáticas para sus organizadores. Esto sirve de excusa para presentar la estructura temblorosa del crimen más o menos organizado de algún barrio periférico de alguna ciudad industrial en proceso de demolición.

Podríamos decir que el mundo del crimen es, simplemente, el del capitalismo sin regla alguna: todo es una mercancía en una sociedad de individuos que sólo persiguen la consecución de sus fines personales: todo está en venta, todo puede conseguirse si hay una cantidad suficiente de dinero de por medio.

Pero las crisis económicas también afectan a este mundo sin reglas. Las cadenas de mando funcionan deficientemente y los responsables de llevar adelante los negocios son descuidados y, muchas veces, prefieren desatender sus deberes y entregarse a sus vicios personales.

En este contexto de delincuencia funcionarizada y desganada transcurre esta película. Un poco exhibiendo sus deudas formales con el cine de Tarantino -largas digresiones delante de la cámara sobre cualquier cosa y explosiones de estilizada violencia concatenándose puntualmente- y otro poco recreándose en los paisajes abandonados, en las ruinas contemporáneas de la civilización posindustrial.

Tan crucial como las presencias hipermagnéticas de sus protagonistas (los diez minutos de James Gandolfini valen por diez mil películas de cientos de actores juntos) resulta la del único actor no nombrado en los créditos, el presidente norteamericano Barack Obama en los días previos a su primera elección. La contraposición entre el discurso de este y la realidad de las imágenes da a ratos la sensación de cierto gusto por el recurso fácil, pero, por su insistencia, este texto recitado en el que se habla de la tierra de las oportunidades, del optimismo de la iniciativa privadal, de la realización personal y de todas las estupideces que el discurso neoliberal sacraliza como dogmas de fe, se convierte en protagonista en la sombra de la película. Esa fachada de idealismo bobalicón enunciado por Obama y punteado por las réplicas aun más idiotas de los Bush jr y compañía tiene como cara b esa sociedad paralela organizada alrededor del crimen, anómica, desestruturada y en estado terminal en sus estratos más bajos, reflejada en crudo en cada fotograma de la película.

La democracia capitalista norteamericana es retratada en esta película con la cámara clavada en esas organizaciones que funcionan como reverso en la sombra de los negocios legales. Sus integrantes -dobles exactos de los asalariados de las empresas "normales"- sufren con idéntica virulencia los efectos de una crisis que, sin embargo, no afecta "a los de arriba". Ese juego de paralelismos entre los dos mundos es, al tiempo, el más divertido y el más dramático de las historias que se entrelazan en el film. Los gangsters de graduación media tienen problemas para llegar a fin de mes y odian sus trabajos tanto como los trabajadores legales. El sueño americano, nos dice la película, está encallado en un lodazal de podredumbre en el cual todo el mundo permanece atrapado en una lucha salvaje por la supervivencia. Los que quedan en el camino son los de siempre y sus esfuerzos por salir hacia un afuera inexistente son inútiles: la telaraña socioeconómica en la que viven está tejida para proteger los privilegios de una minoría que, legal o ilegal, controla a los agentes de la estructura y los elementos relacionales de esta cómo si fueran peones de un tablero de ajedrez. Sometidos a presiones intolerables, estos peones ejercen formas de violencia que siempre terminan volviendo multiplicadas considerablemente. El sistema regula su presencia mediante explosiones calculadas suficientes para hacer limpiezas y permitir que otros ocupen los vacíos que dejan los muertos. Capitalismo, mafia, capitalismo, mafia: la secuencia concluye en una síntesis dialéctica que podríamos llamar "democracia liberal", infectada desde su base por el mismo motor: la maquinaria desnuda del mero afán de lucro.

Al final, en el discurso que un enfurecido Brad Pitt le lanza a su superior jerárquico (maravilloso Richard Jenkins), en dos frases encontramos resumida la idea nuclear de la historia: "USA no es un país, es un maldito negocio. Así que ahora, dame el dinero".

God Save America.
Doctor Zaius
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
<< 1 4 5 6 7 10 >>
Cancelar
Limpiar
Aplicar
  • Filters & Sorts
    You can change filter options and sorts from here
    arrow