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Voto de Carorpar:
7
2 de agosto de 2017
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
A nivel visual, “Le fleuve” es una película preciosa. Quintaesencia del Technicolor, el mimo que Jean Renoir dedica a la luz, los tonos y las texturas se traduce en unas imágenes hermosísimas, que remiten poderosamente —y, de hecho, llegan incluso a superar— a las logradas por su padre Pierre-Auguste, el célebre pintor impresionista. El aire documental que preside buena parte de sus secuencias parece querer respetar, inmiscuyéndose lo menos posible, la abrumadora belleza de la India y de sus gentes.
En el centro de todo encontramos el más que meramente caudaloso, cósmico río Ganges. Metáfora heraclitea —o, si se quiere, manriqueña— del devenir en tanto sucesión de muerte y nacimiento sin solución de continuidad, como si del curso de sus aguas infinitas camino del océano se tratase. Ante lo inevitable caben varias actitudes: la rabia estéril del capitán John, la resignación de la mestiza Melanie o la alegría de vivir que comparten la familia británica y el propio Renoir y que, definitivamente, constituye la opción más sabia al respecto.
Inscrito en ese contagioso y despreocupado “carpe diem” se sitúa el elemento netamente ficcional de la película, el igualmente característico “ménage à quatre” que con gran agudeza supo ver el Truffaut de “Cahiers du Cinéma”. Adopta aquí la forma de un varón amado por tres mujeres y, pese a tratarse del hilo conductor de la historia, es precisamente donde ésta tropieza, o más cerca está de hacerlo. Ello se debe, en mi opinión, a la escasa pericia de unos intérpretes a los que no sólo sus papeles, sino el director, la película y hasta el paisaje les vienen grandes.
Renoir, que pensaba en Brando para el atormentado capitán John, se tuvo que conformar con Thomas E. Breen, héroe de guerra, en efecto, y lisiado también, pero ni mucho menos actor. Porque, a causa de las estrecheces presupuestarias a que hubo de hacer frente, el reparto es una mezcla de profesionales de muy segunda fila y simples aficionados.
Sin embargo, talentos como el de Renoir se imponen a cualquier contratiempo, emergiendo de la mediocridad sobrevenida para regalarnos —insisto— una de las más bellas películas de la historia del cine. No en vano, —de nuevo— Truffaut llegó a afirmar, con quizá excesivo entusiasmo, todo sea dicho, que “Renoir es el cineasta más grande del mundo”.
En el centro de todo encontramos el más que meramente caudaloso, cósmico río Ganges. Metáfora heraclitea —o, si se quiere, manriqueña— del devenir en tanto sucesión de muerte y nacimiento sin solución de continuidad, como si del curso de sus aguas infinitas camino del océano se tratase. Ante lo inevitable caben varias actitudes: la rabia estéril del capitán John, la resignación de la mestiza Melanie o la alegría de vivir que comparten la familia británica y el propio Renoir y que, definitivamente, constituye la opción más sabia al respecto.
Inscrito en ese contagioso y despreocupado “carpe diem” se sitúa el elemento netamente ficcional de la película, el igualmente característico “ménage à quatre” que con gran agudeza supo ver el Truffaut de “Cahiers du Cinéma”. Adopta aquí la forma de un varón amado por tres mujeres y, pese a tratarse del hilo conductor de la historia, es precisamente donde ésta tropieza, o más cerca está de hacerlo. Ello se debe, en mi opinión, a la escasa pericia de unos intérpretes a los que no sólo sus papeles, sino el director, la película y hasta el paisaje les vienen grandes.
Renoir, que pensaba en Brando para el atormentado capitán John, se tuvo que conformar con Thomas E. Breen, héroe de guerra, en efecto, y lisiado también, pero ni mucho menos actor. Porque, a causa de las estrecheces presupuestarias a que hubo de hacer frente, el reparto es una mezcla de profesionales de muy segunda fila y simples aficionados.
Sin embargo, talentos como el de Renoir se imponen a cualquier contratiempo, emergiendo de la mediocridad sobrevenida para regalarnos —insisto— una de las más bellas películas de la historia del cine. No en vano, —de nuevo— Truffaut llegó a afirmar, con quizá excesivo entusiasmo, todo sea dicho, que “Renoir es el cineasta más grande del mundo”.