Llegó un momento a mitad de los años cuarenta en que R.W. Neill, B. Rathbone y N. Bruce formaban un equipo tan compenetrado que eran capaces de filmar cualquier episodio de S. Holmes con la soltura de quien conoce su oficio y la perfección de quien disfruta haciéndolo.
Por eso también esta entrega del famoso detective consigue remontar el vuelo y alcanzar una cota muy digna de fluidez, de interés y de intriga a pesar de que su guión resulta flojo y algo abstruso.
La ambientación, como casi siempre, es magnífica a pesar de su presupuesto escaso y los detalles de dominio de la técnica de dirección quedan en la pantalla como impronta para su estudio y análisis como base para todo el cine posterior.