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Comedia
Alan (Zach Galifianakas), Stu (Ed Helms) y Phil (Bradley Cooper) vuelven a despertarse en otra habitación de otro hotel y, para no perder la costumbre, en esta ocasión tampoco recuerdan nada. Esta vez sólo saben que están en Tailandia, adonde han viajado, junto a Doug (Justin Bartha), para asistir a la boda de Stu con Lauren (Jamie Chung). El principal problema: el hermano menor de Lauren, Teddy, ha desaparecido. Y para encontrarlo ... [+]
23 de junio de 2011
5 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Han pasado ya dos años desde que irrumpiera uno de los booms veraniegos más sonados de las últimas temporadas. De título al castellano horrible y dirigido por un cineasta experto en comedias alocadas, medio mundo se rendiría a 'Resacón en las Vegas', un auténtico monstruo revienta-taquillas que como tal contó con el beneplácito del público... y -sorpresa- de buena parte de la crítica especializada. Una vez consumada la buena acogida e híper-rentabilizada la inversión, ya sólo cabía preguntarse cuánto tiempo tardarían en reunirse los amiguetes para volver a probar suerte. Aunque más apropiado sería emplear la expresión ''apostar al caballo ganador'', pues hay ocasiones en las que, con la misma mano, puede hacerse saltar la banca una vez más.
Lo saben los jugadores profesionales, lo saben las grandes productoras, y desde luego lo sabe Todd Philips, a quien nadie iba a arrebatarle el placer (no creo que hubiera demasiados candidatos a hacerlo) de embarcarse en esta aventura. Placer porque pocos planes deben despertar tanta satisfacción como el de emprender un viaje que a buen seguro va a llevar a sus tripulantes a la meta deseada, a poco que se sigan unas coordenadas y un rumbo de sobras conocidos a estas alturas. Lo que está por ver es si la experiencia va a ser tan agradecida por el espectador, que por norma general, no tarda demasiado en aburrir aquellos platos que ya ha probado con anterioridad.
Está claro que buena parte del éxito cosechado por aquella primera resaca se basó en el efecto sorpresa, con lo que la táctica de ''más-de-lo-mismo'' puede convertirse ahora en una peligrosísima arma de doble filo. A pesar del riesgo, Phillips y compañía no ocultan sus intenciones en ningún momento, y dejan claro desde los primeros fotogramas que no tienen ningún interés en cambiar cualquier pieza del engranaje que tan buenos resultados les dio en el pasado. Así, el arranque de la película es literalmente un calco de su antecesora: una llamada que conecta con los invitados a una boda cuya celebración está colgando de un hilo; una noticia pésima; una serie de tomas aéreas que nos ponen en situación (antes en Las Vegas, ahora en Bangkok) y que son la antesala de gran flashback a través del cual va articularse toda la narración, a modo de trama detectivesca, para construir una película fiestera... sin fiesta.
Lo saben los jugadores profesionales, lo saben las grandes productoras, y desde luego lo sabe Todd Philips, a quien nadie iba a arrebatarle el placer (no creo que hubiera demasiados candidatos a hacerlo) de embarcarse en esta aventura. Placer porque pocos planes deben despertar tanta satisfacción como el de emprender un viaje que a buen seguro va a llevar a sus tripulantes a la meta deseada, a poco que se sigan unas coordenadas y un rumbo de sobras conocidos a estas alturas. Lo que está por ver es si la experiencia va a ser tan agradecida por el espectador, que por norma general, no tarda demasiado en aburrir aquellos platos que ya ha probado con anterioridad.
Está claro que buena parte del éxito cosechado por aquella primera resaca se basó en el efecto sorpresa, con lo que la táctica de ''más-de-lo-mismo'' puede convertirse ahora en una peligrosísima arma de doble filo. A pesar del riesgo, Phillips y compañía no ocultan sus intenciones en ningún momento, y dejan claro desde los primeros fotogramas que no tienen ningún interés en cambiar cualquier pieza del engranaje que tan buenos resultados les dio en el pasado. Así, el arranque de la película es literalmente un calco de su antecesora: una llamada que conecta con los invitados a una boda cuya celebración está colgando de un hilo; una noticia pésima; una serie de tomas aéreas que nos ponen en situación (antes en Las Vegas, ahora en Bangkok) y que son la antesala de gran flashback a través del cual va articularse toda la narración, a modo de trama detectivesca, para construir una película fiestera... sin fiesta.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Ahora cójase la imagen del 2009 y luego la del 2011. Las diferencias relevantes entre ambas podrán contarse con los dedos de una sola mano. Palabra. La más significativa de ellas obviamente está en la localización de la acción. De la ciudad del pecado a otra de la que puede decirse tres cuartos de lo mismo. De un núcleo farrero a otro, solo que éste último es más exótico, más ruidoso, más caótico, más peligroso... en definitiva, más desmadrado. Resulta que en ocasiones cobra sentido aquella pedantería que surge al afirmar que un determinado lugar puede llegar a convertirse en un personaje. Aquí no acaba de concretarse dicha sentencia, pero sí que el cambio de escenario determina un papel fundamental en la subida de peldaño (siempre obligatoria en estos casos) de las gamberradas del ''wolfpack''.
Ya que no luce nada nuevo bajo el Sol de Tailandia, lo mínimo que puede ofrecerse al personal es una ración más picante del mismo menú con el que se puso las botas dos años atrás. De este modo, si antes había gallinas correteando por la habitación del hotel, ahora hacen lo propio unas cucarachas gigantes. Si antes el siempre duro despertar después de una borrachera estaba marcado por la desaparición del novio, ahora ocurre algo parecido... con el añadido de la amenaza de una muerte más que dolorosa. Si antes se provocaba con cierta timidez al sagrado vínculo del matrimonio, ahora se pone en serio peligro la estabilidad en la sexualidad de un cuarentón, que vistos los tiempos que corren, es un tema de mucha más importancia. Esto es territorio comanche.
Lo demás es un déjà vu que, con la evidente pérdida de la condición de ''sleeper'', pierde encanto, pero conserva el suficiente para al menos servirse como entretenimiento veraniego con garantías para hacer pasar al espectador una hora y media de lo más entretenida. No hay que pedir ni añadir nada más. Simplemente constatar lo bien que se mueve Todd Philips entre las multitudes, la placidez con la que navegan los tripulantes de esta embarcación con el piloto automático puesto, y por encima de todo, lo placentero que puede llegar a resultar el desconectar el cerebro, para dejarse llevar por una marea de pedorretas diseñada para conectar con cuanta más gente mejor. Porque como dio a entender Alan mientras orquestaba la simulación de una felación a un monje budista a manos de un simio (créanme, es más difícil escribirlo que verlo), el humor absurdo no entiende de fronteras, ni de diferencias culturales.
Ya que no luce nada nuevo bajo el Sol de Tailandia, lo mínimo que puede ofrecerse al personal es una ración más picante del mismo menú con el que se puso las botas dos años atrás. De este modo, si antes había gallinas correteando por la habitación del hotel, ahora hacen lo propio unas cucarachas gigantes. Si antes el siempre duro despertar después de una borrachera estaba marcado por la desaparición del novio, ahora ocurre algo parecido... con el añadido de la amenaza de una muerte más que dolorosa. Si antes se provocaba con cierta timidez al sagrado vínculo del matrimonio, ahora se pone en serio peligro la estabilidad en la sexualidad de un cuarentón, que vistos los tiempos que corren, es un tema de mucha más importancia. Esto es territorio comanche.
Lo demás es un déjà vu que, con la evidente pérdida de la condición de ''sleeper'', pierde encanto, pero conserva el suficiente para al menos servirse como entretenimiento veraniego con garantías para hacer pasar al espectador una hora y media de lo más entretenida. No hay que pedir ni añadir nada más. Simplemente constatar lo bien que se mueve Todd Philips entre las multitudes, la placidez con la que navegan los tripulantes de esta embarcación con el piloto automático puesto, y por encima de todo, lo placentero que puede llegar a resultar el desconectar el cerebro, para dejarse llevar por una marea de pedorretas diseñada para conectar con cuanta más gente mejor. Porque como dio a entender Alan mientras orquestaba la simulación de una felación a un monje budista a manos de un simio (créanme, es más difícil escribirlo que verlo), el humor absurdo no entiende de fronteras, ni de diferencias culturales.