Esos soles, porque son varios, lo definen todo. Nunca un crepúsculo, o un atardecer florido. No, la peli resalta amaneceres, presencias breves pero luminosas que acompañan las acciones de personas demasiado limitadas más por su contexto que por ellas mismas. El padre podría haber caído en un pozo de resentimiento, tan solo haber soltado esa furia típica del desposeído. Por su parte, ese hijo rebelde amaga y nunca entra en lo turbio. Posee una ira más acorde a su edad que a su verdadera realidad. Entonces, bajo un relieve demasiado humano, efímeramente esperanzador, la peli no crea mártires, héroes ni entes acabados o degradados. El retrato que se realiza es el de un tallador simple, si no se profundiza es porque se vive al día y con lo poco que se tiene. Es un terreno llano que abunda en pequeñas frustraciones acumuladas que tampoco buscan un climax, porque ese estado en el que se mantienen los protas no empeora, no realmente. Simplemente es así de principio hasta el final.

Una vida mejor es un tránsito lleno de pequeñas piedras. No cobra mayor intensidad porque resulta apenas un par de días más en la vida de dos personas que ya vivieron ésto una y otra vez. La entereza de esos inmigrantes es lo que más sobrecoge, esa dignidad que nunca pierden porque nacieron con ella y todavía, a pesar de todo, le rinden tributo. Ya sea con un sol artificial reflejado en una lámpara de techo, o un sol real que se yergue sobre el horizonte; A better life invita a eso: a contemplarlo y maravillarte por unos instantes, aunque no poseas más nada que eso.