No ha sido un buen colofón para la trayectoria profesional de un comediante de la talla de Robin Williams. Es una pena. Particularmente, no me encuentro capacitado para analizar la obra de Robin Willams porque me faltan datos. Obviamente, he visto casi todas sus películas pero no conozco los monólogos que le hicieron famoso en Estados Unidos y que por lo visto son descacharrantes. Por ese motivo y por lo que puedo juzgar, nunca ha estado Williams entre mis cómicos o actores preferidos; obviamente, he disfrutado con títulos como “Jumanji”, “Hook” o “Sra. Doubtfire” y he apreciado en su justa medida sus excepcionales trabajos en “Insomnio”, “El club de los poetas muertos” o “El indomable Will Hunting”, y llevándose la palma “Retratos de una obsesión”. Por eso es triste que uno de sus últimos trabajos sea este comedia que, como mucho, se la puede definir como mediocre.
Es que no comprendo las premisas de muchas de las comedias de nuestro tiempo. No entiendo dónde está la gracia en un planteamiento en el que se nos presenta a un personaje que tiene un derrame cerebral y al que le dicen que le queda poco tiempo de vida (en concreto noventa minutos) y se dedica a dar paseos por la ciudad pillando unos mosqueos y unos rebotes de muy señor mío mientras que la doctora que le dio ese diagnóstico (erróneamente, pero no mucho), va detrás de él para llevarlo al hospital. Descacharrante, vamos. El bueno de Robin Williams hace lo que puede con semejante material, pero es que no da para más la cosa. Hay algunas escenas que dan vergüenza ajena y que tienen la misma vis cómica que un ataque al corazón.
En definitiva, una película plana y fallida que no despierta una triste sonrisa y que no merece ser el testamento profesional de uno de los grandes (aparte de las preferencias personales de cada uno) y que, para colmo, pretende tener un mensaje lleno de moralina**.