Si los creacionistas salen como insectos bajo las piedras pese a las disquisiciones darwinianas a cerca de la evolución morfológica de los picos de los pinzones de islas remostas, si ni las acertadas observaciones del aventurero Wallace en su viaje a la frontera marsupial los desaniman en su particular cruzada, bien podrían perder adeptos sin moverse siquiera del sillón con un visionado agudo de estos apenas catorce minutos.
Tenemos frente a nosotros a un individuo en poder de una nueva herramienta cuya capacidad (hoy sabemos y se supo pocos años después) es poco menos que ilimitada en el tratamiento de las imágenes que hasta entonces permanecían ancladas a las leyes naturales en la retina del espectador. Presuponemos además que tal individuo, Georges Méliès, era un hombre, en términos relativos, en posesión de una capacidad creativa destacable, pero insuficiente a fin de cuentas como para poner en práctica recursos sencillos como la toma de primeros planos a intercalar entre esos planos más generales en los que se desenvuelve esta entrañable (y bélica) historia.
En resumidas cuentas, más allá de la fascinación (o no) que estas obras clásicas nos inspiran, más allá de la benevolencia anacrónica (o no) con que tendemos a juzgarlas, esta pequeña joya de la humanidad se erige ante todos como un tótem que nos juzga y nos recuerda nuestra humilde posición en la naturaleza… (o no).