Hay un momento donde hay que saber parar. Ese momento cuando tienes ante ti todavía cuatro trozos de pizza que te pertenecen y de los cuales podrías comer un par más antes de reventar, pero decides guardar los cuatro trozos porque sabes que la pizza al día siguiente está casi igual de buena y tu yo del futuro te amará por ello. Ese momento en donde un videojuego te encanta pero llevas jugándolo más de tres horas. Ese momento donde has visto la misma película 8 veces seguidas.

No es que encuentre grandes diferencias entre esta película y las dos anteriores, pero lo cierto es que acabé tan hastiado de la saga durante esta octava entrega que me acabé planteando si la sexta y la séptima entrega eran realmente tan buenas. Una cosa sí que tengo clara: si esta película fuera la sexta me hubiera encantado.

Así que sí, esta vez el orden de factores sí que altera el producto. No acabé de ver el sentido a más de dos horas de lo mismo, y parezco ser el único que ve en Fast 8 una falta de creatividad ya importante que les obliga a llevar las carreras de coches y la acción sobre ruedas a escenarios tan pintorescos. En el fondo, Fast & Furious está convirtiéndose a día de hoy en una gira anual para todos sus actores, y uno empieza a no distinguir cuál es la diferencia entre Fast & Furious y Los Mercenarios.

Fast 8 no es una mala película ni por asomo, pero hay que saber cuándo parar al menos un tiempo. Probablemente en esta ocasión F. Gary Gray pagó los platos rotos.