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Voto de Jordirozsa:
2
4,4
212
Terror
Atroz es una película que retrata la historia de 2 asesinos seriales a quienes les son confiscadas unas cintas de video, tras ser detenidos por causar un accidente de tránsito. Tales cintas contienen asesinatos brutales que muestran la maldad humana, así como los antecedentes, parafilias y la psique de estos asesinos.
Largometraje basado en el cortometraje del mismo título de 2012. (FILMAFFINITY)
Largometraje basado en el cortometraje del mismo título de 2012. (FILMAFFINITY)
6 de diciembre de 2022
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Al amigo Lex Ortega le va la marcha. Bajo los auspicios publicitarios de Ruggero Deodato («Holocausto Caníbal», 1980) como productor asociado, como he podido leer en múltiples reseñas de otros cofrades comentaristas, la cinta del director mexicano (y en este caso también guionista, con la ayuda de Sergio Tello, también compañero de andanzas en otros films), en la campaña de promoción, ya se vanagloria de ser la película más violenta de la historia en su tierra, como si se tratara de batir un récord, el superar la orgía de sangre del anteriormente mencionado cineasta italiano. Se puede decir que, en el ámbito del terror en particular, y quizás del cine en general, hace más de cuarenta años se permitió emerger hasta las pantallas de proyección lo que hasta entonces la censura moral no habría permitido exponer bajo ningún concepto, y que en «Atroz» (2015), halla una rémora ecoica que, de algún modo, pretende ser un homenaje a la mítica (o de culto) monstruosidad de Deodato.
Precedida de un cortrometaje del mismo título, de 2012, y que algunos considerarían como introducción o precuela, al estilo de lo que Reimi hiciera en su tiempo con «Within the Woods», de 1978, como antesala a su cada vez más alocada y «comediesca» trilogía de «Evil Dead», «Atroz» no deja de ser un cheque en blanco para lo más cruel y descarnado visto jamás en una pieza de estas características; un desenfrenado baño de horrores para los que no hay que buscar fantasmas ni demonios que, poseyendo a los protagonistas (antagonistas o antihéroes, que eso es todo lo que son los principales personajes), sean los causantes de tal cantidad de atrocidades por minuto (del total de 79 que dura esta agonía fílmica), sinó que las semillas de perpretación macabra de asesinato, torturas, vejaciones…, arraigan en lo más profundo en eso del ser humano a lo que podemos llamar, según el registro o hermenéutica de cada uno, espíritu, mente, conciencia, genética…
Para regocijo de los que disfruten proyectar sus fantasías morbosas en tal locura, como para disgusto de los aprensivos y los que posean un mínimo de pudor ético o moral, «Atroz» desvela reacciones emocionales intensas, de lo más visceral, tendiente a los extremos. Difícilmente uno puede asistir a tal espectáculo exhibiendo templanza o indiferencia. Pues ahí aparecen dibujadas, en este tumultuoso lienzo, las más abyectas (y siempre sin ningún sentido racional), oscuras y perversas pasiones o anhelos humanos de subyugación, destrucción, ira… bajo un áurea envolvente de implacable salvajismo.
Resulta obvio que, para dar un mínimo de significado a la sucesión de estampas dantescas que van desfilando ante nuestra perplejidad, Ortega introduce (para que no se diga), algún disperso elemento de lo que ahora se llama, de forma difusa y muy sincrética, «denuncia social», con el fin de que hasta las más retorcidas mentes capaces de hallar entretenimiento en tan innecesaria como explícita crueldad, tengan su dosis de moraleja pseudo democrática.
Ah, pero no se escandalicen los que algún día descubran que los abanderados de la ingente variedad de ideas sobre la corrección política, en su supina ignorancia muchos de ellos, no son conscientes de que no pocas de las figuras de la Historia que inspiraron su pensamiento, emplearon precisamente esa despiadada violencia que detractan a otros: si no, repasen lo que hicieron «pajarracos» como Robespierre, Lenin, Lluís Companys, Fidel Castro o… de más reciente calado mediático, el simpático actor Volodomir Zelenski… pregúntenle qué les hacía él, a los rusos del Donbass, antes de que estallara todo eso de la «putindemia».
Al final, lo que sí consigue Ortega, aunque de manera extremadamente desagradable, es que nos demos cuenta de que lo que el reconocido psiquiatra Luís Rojas Marcos analiza en su libro «Las Semillas de la Violencia» (1996), sobre cómo las situaciones en las que el ser humano tiende a utilizar la agresividad maligna contra sus semejantes, son algo más que el pan de cada día, especialmente en países como México y adláteres, donde la vida humana, por lo que se ve, no vale lo que un pepino. Sino que constituyen algo inerte en nuestra naturaleza. Algo que despierta cuando, tónica de la cotidianidad, se respira en todo lugar y en todo momento, este ensañamiento hacia los demás, del que somos testigos en «Atroz».
Técnicamente, la película tiene sus logros, especialmente en la sección de fotografía. Aunque haya momentos en los que sólo la poca destreza en el diseño de imagen sea lo único que camufla la vehemencia con la que aquí se pretende transmitir la sistemática aniquilación de los derechos y la dignidad de las personas.
La imagen se configura en consonancia con la estructura narrativa del film, elaborada sobre un esquema interepisódico, que el guion envuelve con la historia de un aparatoso accidente en el que una mujer acaba brutalmente atropellada, y la posterior detención e interrogatorio de los responsables, que resultan ser dos asesinos en serie, cuyas andanzas se desvelan en sendas grabaciones de vídeo casero que la policía descubre en la guantera del auto siniestrado. La historia del eventual infortunio en la introducción, funciona como «wrapparound» de los mórbidos capítulos que se sucederán a medida que se vaya visionando el contenido de cada una de las grabaciones.
Con una buscada desaturación y enfriamiento de los colores, dominando siempre los primeros planos y los planos de detalle, el «leitmotive» de la investigación del Comandante Juárez (Carlos Valencia), que se intercala con el pase de las torturas que infligen Goyo y Gordo (interpretados por el propio Ortega y Julio Rivera, respectivamente) a sus víctimas, es el huso alrededor del que se hila la poca sustancia de la trama. En relación a lo que pretende realmente mostrar la película, se queda en lo mínimo que exige el decoro.
El trabajo de Luís García, montado a ritmo rápido en la escena preliminar del accidente, se acopla al planteamiento que el «script»
Precedida de un cortrometaje del mismo título, de 2012, y que algunos considerarían como introducción o precuela, al estilo de lo que Reimi hiciera en su tiempo con «Within the Woods», de 1978, como antesala a su cada vez más alocada y «comediesca» trilogía de «Evil Dead», «Atroz» no deja de ser un cheque en blanco para lo más cruel y descarnado visto jamás en una pieza de estas características; un desenfrenado baño de horrores para los que no hay que buscar fantasmas ni demonios que, poseyendo a los protagonistas (antagonistas o antihéroes, que eso es todo lo que son los principales personajes), sean los causantes de tal cantidad de atrocidades por minuto (del total de 79 que dura esta agonía fílmica), sinó que las semillas de perpretación macabra de asesinato, torturas, vejaciones…, arraigan en lo más profundo en eso del ser humano a lo que podemos llamar, según el registro o hermenéutica de cada uno, espíritu, mente, conciencia, genética…
Para regocijo de los que disfruten proyectar sus fantasías morbosas en tal locura, como para disgusto de los aprensivos y los que posean un mínimo de pudor ético o moral, «Atroz» desvela reacciones emocionales intensas, de lo más visceral, tendiente a los extremos. Difícilmente uno puede asistir a tal espectáculo exhibiendo templanza o indiferencia. Pues ahí aparecen dibujadas, en este tumultuoso lienzo, las más abyectas (y siempre sin ningún sentido racional), oscuras y perversas pasiones o anhelos humanos de subyugación, destrucción, ira… bajo un áurea envolvente de implacable salvajismo.
Resulta obvio que, para dar un mínimo de significado a la sucesión de estampas dantescas que van desfilando ante nuestra perplejidad, Ortega introduce (para que no se diga), algún disperso elemento de lo que ahora se llama, de forma difusa y muy sincrética, «denuncia social», con el fin de que hasta las más retorcidas mentes capaces de hallar entretenimiento en tan innecesaria como explícita crueldad, tengan su dosis de moraleja pseudo democrática.
Ah, pero no se escandalicen los que algún día descubran que los abanderados de la ingente variedad de ideas sobre la corrección política, en su supina ignorancia muchos de ellos, no son conscientes de que no pocas de las figuras de la Historia que inspiraron su pensamiento, emplearon precisamente esa despiadada violencia que detractan a otros: si no, repasen lo que hicieron «pajarracos» como Robespierre, Lenin, Lluís Companys, Fidel Castro o… de más reciente calado mediático, el simpático actor Volodomir Zelenski… pregúntenle qué les hacía él, a los rusos del Donbass, antes de que estallara todo eso de la «putindemia».
Al final, lo que sí consigue Ortega, aunque de manera extremadamente desagradable, es que nos demos cuenta de que lo que el reconocido psiquiatra Luís Rojas Marcos analiza en su libro «Las Semillas de la Violencia» (1996), sobre cómo las situaciones en las que el ser humano tiende a utilizar la agresividad maligna contra sus semejantes, son algo más que el pan de cada día, especialmente en países como México y adláteres, donde la vida humana, por lo que se ve, no vale lo que un pepino. Sino que constituyen algo inerte en nuestra naturaleza. Algo que despierta cuando, tónica de la cotidianidad, se respira en todo lugar y en todo momento, este ensañamiento hacia los demás, del que somos testigos en «Atroz».
Técnicamente, la película tiene sus logros, especialmente en la sección de fotografía. Aunque haya momentos en los que sólo la poca destreza en el diseño de imagen sea lo único que camufla la vehemencia con la que aquí se pretende transmitir la sistemática aniquilación de los derechos y la dignidad de las personas.
La imagen se configura en consonancia con la estructura narrativa del film, elaborada sobre un esquema interepisódico, que el guion envuelve con la historia de un aparatoso accidente en el que una mujer acaba brutalmente atropellada, y la posterior detención e interrogatorio de los responsables, que resultan ser dos asesinos en serie, cuyas andanzas se desvelan en sendas grabaciones de vídeo casero que la policía descubre en la guantera del auto siniestrado. La historia del eventual infortunio en la introducción, funciona como «wrapparound» de los mórbidos capítulos que se sucederán a medida que se vaya visionando el contenido de cada una de las grabaciones.
Con una buscada desaturación y enfriamiento de los colores, dominando siempre los primeros planos y los planos de detalle, el «leitmotive» de la investigación del Comandante Juárez (Carlos Valencia), que se intercala con el pase de las torturas que infligen Goyo y Gordo (interpretados por el propio Ortega y Julio Rivera, respectivamente) a sus víctimas, es el huso alrededor del que se hila la poca sustancia de la trama. En relación a lo que pretende realmente mostrar la película, se queda en lo mínimo que exige el decoro.
El trabajo de Luís García, montado a ritmo rápido en la escena preliminar del accidente, se acopla al planteamiento que el «script»
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
hace de un relato en el que los diálogos son los justos para dar una exigua acepción al recital de casquería al que asistimos.
Para cuyo pretendido realismo están confeccionados unos efectos especiales, que no se deben medir en parámetros de espectacularidad, sinó de adecuación al verismo del que se quiere dotar al conjunto del material.
En el hilo conductor de las indagaciones de Juárez, se insertan las tres cintas que transportan al espectador al mismo plano diegético en el que tienen lugar las ominosas sesiones de bestial sadismo, como si se tratara de auténticas piezas de lo que en su día fue acuñado como «snuff movie», un tipo de película en el que se supone que filmaba en vivo y en directo, la tortura y asesinato de personas a manos de psicópatas encapuchados. Sin que esté del todo claro hoy en día cuanto de cierto o de leyenda urbana tiene esto, en «Tesis» (1996), de Alejandro Amenábar, o en «8mm» (1999), de Joel Schumacher (sólo por mencionar a dos grandes películas de dos genios), se aborda el tema de la violencia visual, pero manteniendo al público en la adecuada distancia operativa, parapetado detrás de los protagonistas (no directamente expuesto a la crudeza de los hechos), y con un trasfondo dramático y un lenguaje narrativo bastante más digeribles de lo que en esta cinta presenciamos.
Tanto el «set» como la banda sonora son algo implícito o subliminal que se deja a la suerte de la extrapolación mental del público. La cámara y el ensamblaje del relato de las escenas, que en todo el metraje apuesta por el realce del más mínimo de los sanguinarios detalles, focalizan tanto en el esmero de los verdugos y en la agonía de los martirizados, que la ubicación espacio-temporal se convierte en algo puramente periférico: lo mismo podría estar sucediendo en cualquier otra parte del mundo, en cualquier época de nuestra contemporaneidad. Así como el desparpajo empleado llega a ser tan absorbente y espeluznante, que sobra cualquier realce con una partitura que acompañe el rodaje (cabe decir también, que cualquier composición decente en este caso habría sido echar talento en notas y pentagramas a la basura).
El trabajo de los actores, en el caso de los asesinos, como el de las víctimas, es tan vacuo como elocuente en sus expresiones. Carentes de todo valor subjetivo, son tratados, unos y otros como meros objetos del placer perverso, que causará tanto repulsión y desprecio en una parte de la audiencia, como secreto y enfermizo regocijo en otra, que disfrutará proyectando ahí sus más abyectas fantasías.
El único personaje interlocutor con los concurrentes a esta malsana cita, pero no menos sombrío, es el del comandante Juárez. El tijuanense Carlos Valencia, primero con una interpretación asombrosamente frugal y creíble, después más postiza, parece ser el único aliado de la cordura (aunque siempre de carácter grisáceo). A su modo, se instaura como si fuera (de hecho así es) un narrador en primera persona.
Un protésico y torpe giro final del guión, lo convierte en algo más monstruoso que los propios criminales a los que ha sometido a tortura. Algo sin sentido; a fin de cuentas, lo que les quiere sacar es lo circunstancial de algo que él ya conoce. Lo peor que podía haber hecho Ortega para enmendar esta absurda sandez, es justificar o explicar entonces el suplicio de golpes al que son sometidos los detenidos, con el ansia de venganza de Juárez porque una de las víctimas era allegado suyo.
«Atroz» es una versión chabacana y soez de lo que otras producciones, a lo largo de la Historia del Cine han sabido comunicar en un registro más sagaz y sutil, de aquello de lo que es capaz de hacer el especimen humano con sus iguales. Ortega podría haber andado por otro camino más interesante (al igual que lo plantea Steven Soderbergh en «Traffic», de 2000), si lo que pretendía era mostrarnos un retrato de la actual realidad social de México. Aquí sólo se limita a querernos hacer participar de su propensión al «porno gore».
Para cuyo pretendido realismo están confeccionados unos efectos especiales, que no se deben medir en parámetros de espectacularidad, sinó de adecuación al verismo del que se quiere dotar al conjunto del material.
En el hilo conductor de las indagaciones de Juárez, se insertan las tres cintas que transportan al espectador al mismo plano diegético en el que tienen lugar las ominosas sesiones de bestial sadismo, como si se tratara de auténticas piezas de lo que en su día fue acuñado como «snuff movie», un tipo de película en el que se supone que filmaba en vivo y en directo, la tortura y asesinato de personas a manos de psicópatas encapuchados. Sin que esté del todo claro hoy en día cuanto de cierto o de leyenda urbana tiene esto, en «Tesis» (1996), de Alejandro Amenábar, o en «8mm» (1999), de Joel Schumacher (sólo por mencionar a dos grandes películas de dos genios), se aborda el tema de la violencia visual, pero manteniendo al público en la adecuada distancia operativa, parapetado detrás de los protagonistas (no directamente expuesto a la crudeza de los hechos), y con un trasfondo dramático y un lenguaje narrativo bastante más digeribles de lo que en esta cinta presenciamos.
Tanto el «set» como la banda sonora son algo implícito o subliminal que se deja a la suerte de la extrapolación mental del público. La cámara y el ensamblaje del relato de las escenas, que en todo el metraje apuesta por el realce del más mínimo de los sanguinarios detalles, focalizan tanto en el esmero de los verdugos y en la agonía de los martirizados, que la ubicación espacio-temporal se convierte en algo puramente periférico: lo mismo podría estar sucediendo en cualquier otra parte del mundo, en cualquier época de nuestra contemporaneidad. Así como el desparpajo empleado llega a ser tan absorbente y espeluznante, que sobra cualquier realce con una partitura que acompañe el rodaje (cabe decir también, que cualquier composición decente en este caso habría sido echar talento en notas y pentagramas a la basura).
El trabajo de los actores, en el caso de los asesinos, como el de las víctimas, es tan vacuo como elocuente en sus expresiones. Carentes de todo valor subjetivo, son tratados, unos y otros como meros objetos del placer perverso, que causará tanto repulsión y desprecio en una parte de la audiencia, como secreto y enfermizo regocijo en otra, que disfrutará proyectando ahí sus más abyectas fantasías.
El único personaje interlocutor con los concurrentes a esta malsana cita, pero no menos sombrío, es el del comandante Juárez. El tijuanense Carlos Valencia, primero con una interpretación asombrosamente frugal y creíble, después más postiza, parece ser el único aliado de la cordura (aunque siempre de carácter grisáceo). A su modo, se instaura como si fuera (de hecho así es) un narrador en primera persona.
Un protésico y torpe giro final del guión, lo convierte en algo más monstruoso que los propios criminales a los que ha sometido a tortura. Algo sin sentido; a fin de cuentas, lo que les quiere sacar es lo circunstancial de algo que él ya conoce. Lo peor que podía haber hecho Ortega para enmendar esta absurda sandez, es justificar o explicar entonces el suplicio de golpes al que son sometidos los detenidos, con el ansia de venganza de Juárez porque una de las víctimas era allegado suyo.
«Atroz» es una versión chabacana y soez de lo que otras producciones, a lo largo de la Historia del Cine han sabido comunicar en un registro más sagaz y sutil, de aquello de lo que es capaz de hacer el especimen humano con sus iguales. Ortega podría haber andado por otro camino más interesante (al igual que lo plantea Steven Soderbergh en «Traffic», de 2000), si lo que pretendía era mostrarnos un retrato de la actual realidad social de México. Aquí sólo se limita a querernos hacer participar de su propensión al «porno gore».