Media votos
7,6
Votos
3.917
Críticas
185
Listas
20
Recomendaciones
- Sus votaciones a categorías
- Contacto
- Sus redes sociales
-
Compartir su perfil
Voto de Jordirozsa:
8
4,8
7.411
Intriga. Thriller. Terror
Cuando Becky y Cal oyen el llanto de un niño pidiendo ayuda, ambos se adentrarán en un gran campo de hierba alta en Kansas, donde quedarán atrapados por una fuerza siniestra que rápidamente les desorienta y les separa. Aislados del mundo y sin posibilidad de escapar del control del campo, pronto descubren que lo único peor que estar perdido es ser encontrado. (FILMAFFINITY)
16 de junio de 2021
21 de 24 usuarios han encontrado esta crítica útil
No hay duda alguna de que al bueno de Stephen King, gran maestro, hay que reconocerle su prolífica literatura. Ha sido una de las principales minas para la producción de largometrajes que han dejado huella en la historia del cine desde principios de los 70-80, como en su día lo fueron los cuentos de Edgar Alan Poe, otro de los grandes reconocidos del terror sobrenatural norteamericano. Ambos ostentan una posición privilegiada, pues de sus respectivos relatos abundan las adaptaciones cinematográficas.
Si en el caso de Poe, nos vamos a un estilo gótico, más mimético del imaginario europeo, en el contexto decimonónico, en el auge del romanticismo, King, un siglo después, logra aportar la llave del horror, dejándonos penetrar en las fauces del inconsciente; toda aquella masa de recuerdos, condicionamientos... que representan en sus ricos simbolismos, el entorno social y cultural del que el escritor de Maine proviene.
Prueba es el constante reflejo del mundo onírico del que echa mano en sus obras; las que han sido llevadas al cine dan buena cuenta de ello. Y de este mundo de los sueños, que invierte y fragmenta la realidad al antojo creativo, nos trae, en colaboración con su hijo Joe Hill, «In the Tall Grass» («En la hierba alta»), una historia cargada de imágenes psíquicas y religiosas. Mucho más que en ninguna de sus otras obras, aquí se sumerge de lleno en estas temáticas, que tienen su eco temporal en otras creaciones anteriores como «Children of the Corn» (1984), y de las que películas como «The Harvesting» (2015) beben claramente. Ésta última mantiene muhas similitudes y paralelismos con la que nos ocupa. Básicamente, en la amalgama de elementos mitológicos judeocristianos que influyen en King por su formación espiritual metodista, muy propia de la herencia de su contexto vital, y el imaginario nativo de los cultos a las deidades de la tierra.
Podríamos decir, incluso, que toda la película es una cita o alegoría de la escatología bíblica, con injertos de leyendas indígenas, más o menos recreadas de modo sincrético. Siendo bastante polémico el resultado, ya que las múltiples críticas no parecen ponerse de acuerdo sobre el trabajo que hizo Vincenzo Natali, titular de la claqueta, así como de la pluma con el propio King.
No me he leído ninguna novela de este reconocido escritor, así como de Poe fui forofo en su tiempo. Pero dado el carácter de su estilo narrativo, no tiene que ser fácil trasladar cualquiera de sus historias a la pantalla. Sí que, en cambio, he visto varias de las adaptaciones cinematográficas de su producción, y por lo general, no es tarea simple el saber comprender los entresijos de las tramas de no pocas de ellas.
Con lo que Natale, nunca mejor dicho, se mete en un buen berenjenal del que, igual que los protagonistas del filme, tendrá un poco complicado salir airoso, ya que no para todo el mundo el resultado es lo digno a lo que apuntan las expectativas. Meterse en la mente de Stephen King puede traer de cabeza, y por andurriales escabrosos.
La fotografía de Craig Wrobleski, con los grandes planos iluminados de la inmensidad del herbazal, flanqueado por la carretera, con la iglesia y los coches aparcados a su lado en aparente estado de abandono..., en contraposición a las sobrecogedoras vistas nocturnas del campo, y los planos de los personajes andando en este laberinto enfangado, intentando sin éxito salir de él, acentúa esa angustiosa desesperación, la atmósfera claustrofóbica en una especie de cárcel vegetal. Así se nos puede antojar una metáfora de la mente humana: llena de vida y de riqueza desde lo alto, desde una amplia perspectiva; y al mismo tiempo lo terrible que puede ser, hasta la locura, perderse en sus vericuetos.
La música de Mark Korven, muy discreta, tenue, como un constante murmullo de fondo, dibuja el carácter siniestro del ruído del viento meciendo las plantas que, tal vez producto de la mente, o presencia real, se confunde con los susurros insinuantes y tenebrosos de las almas aprisionadas en el lugar.
No se prodiga en efectos rocambolescos. Algún sustete de obligado cumplimiento para que no se diga en boca de los palomiteros (a los que encarecidamente no recomiendo un plato que no está echo para su paladar), pero ningún sobresalto que provoque el vertido de «cocacola» en el regazo propio o ajeno. Con los recursos más básicos, que acompañan una discutible interpretación de los protagonistas en la mayoría de casos, se consigue un escenario asfixiante, realzado por todo lo que hacen resonar en nuestra imaginación.
En lo que al trabajo de realización respecta, todo este arsenal bien provisto navega en momentos a la deriva y pone en peligro el viaje, por la torpeza de Natale en manejar esos vaivenes en el espacio y el tiempo a través de los cuales desarrolla la trama, con un montaje que despista en la parte central de la cinta. Siendo el argumento tan simple, lo rizan de un modo que ni la peluquera más hábil con los rulos y el peine se atrevería; requiere un esfuerzo cognitivo considerable, el tener controlado el mapa de los acontecimientos, y uno hasta siente la necesidad de darle al «rew», para no perderse nada. Un desilachado causado por una distracción momentánea, o falta de atención por un más que comprensible sopor que provoca algun plano, o secuencia de ellos, supone perderse más en ese laberinto, ponerse nervioso porque no se sabe qué rayos está pasando, y hacerse todavía más difícil entenderlo.
De todos los artistas congregados en este megabucle sin aparente salida, los papeles de Laysla de Oliveira (Becky) y Patrick Wilson (Ross), archiconocido ya por las del Expediente «Guarren», son los más decentes, mejor trabajados y bien construídos. Con el perverso padre de la família que se pierde en el herbazal, evocamos al mítico y consagrado Vincent Price, cuyos personajes, precisamente en historias adaptadas de Edgar Allan Poe, acostumbran a ser los «mediums» de lo maligno que se manifiesta.
Si en el caso de Poe, nos vamos a un estilo gótico, más mimético del imaginario europeo, en el contexto decimonónico, en el auge del romanticismo, King, un siglo después, logra aportar la llave del horror, dejándonos penetrar en las fauces del inconsciente; toda aquella masa de recuerdos, condicionamientos... que representan en sus ricos simbolismos, el entorno social y cultural del que el escritor de Maine proviene.
Prueba es el constante reflejo del mundo onírico del que echa mano en sus obras; las que han sido llevadas al cine dan buena cuenta de ello. Y de este mundo de los sueños, que invierte y fragmenta la realidad al antojo creativo, nos trae, en colaboración con su hijo Joe Hill, «In the Tall Grass» («En la hierba alta»), una historia cargada de imágenes psíquicas y religiosas. Mucho más que en ninguna de sus otras obras, aquí se sumerge de lleno en estas temáticas, que tienen su eco temporal en otras creaciones anteriores como «Children of the Corn» (1984), y de las que películas como «The Harvesting» (2015) beben claramente. Ésta última mantiene muhas similitudes y paralelismos con la que nos ocupa. Básicamente, en la amalgama de elementos mitológicos judeocristianos que influyen en King por su formación espiritual metodista, muy propia de la herencia de su contexto vital, y el imaginario nativo de los cultos a las deidades de la tierra.
Podríamos decir, incluso, que toda la película es una cita o alegoría de la escatología bíblica, con injertos de leyendas indígenas, más o menos recreadas de modo sincrético. Siendo bastante polémico el resultado, ya que las múltiples críticas no parecen ponerse de acuerdo sobre el trabajo que hizo Vincenzo Natali, titular de la claqueta, así como de la pluma con el propio King.
No me he leído ninguna novela de este reconocido escritor, así como de Poe fui forofo en su tiempo. Pero dado el carácter de su estilo narrativo, no tiene que ser fácil trasladar cualquiera de sus historias a la pantalla. Sí que, en cambio, he visto varias de las adaptaciones cinematográficas de su producción, y por lo general, no es tarea simple el saber comprender los entresijos de las tramas de no pocas de ellas.
Con lo que Natale, nunca mejor dicho, se mete en un buen berenjenal del que, igual que los protagonistas del filme, tendrá un poco complicado salir airoso, ya que no para todo el mundo el resultado es lo digno a lo que apuntan las expectativas. Meterse en la mente de Stephen King puede traer de cabeza, y por andurriales escabrosos.
La fotografía de Craig Wrobleski, con los grandes planos iluminados de la inmensidad del herbazal, flanqueado por la carretera, con la iglesia y los coches aparcados a su lado en aparente estado de abandono..., en contraposición a las sobrecogedoras vistas nocturnas del campo, y los planos de los personajes andando en este laberinto enfangado, intentando sin éxito salir de él, acentúa esa angustiosa desesperación, la atmósfera claustrofóbica en una especie de cárcel vegetal. Así se nos puede antojar una metáfora de la mente humana: llena de vida y de riqueza desde lo alto, desde una amplia perspectiva; y al mismo tiempo lo terrible que puede ser, hasta la locura, perderse en sus vericuetos.
La música de Mark Korven, muy discreta, tenue, como un constante murmullo de fondo, dibuja el carácter siniestro del ruído del viento meciendo las plantas que, tal vez producto de la mente, o presencia real, se confunde con los susurros insinuantes y tenebrosos de las almas aprisionadas en el lugar.
No se prodiga en efectos rocambolescos. Algún sustete de obligado cumplimiento para que no se diga en boca de los palomiteros (a los que encarecidamente no recomiendo un plato que no está echo para su paladar), pero ningún sobresalto que provoque el vertido de «cocacola» en el regazo propio o ajeno. Con los recursos más básicos, que acompañan una discutible interpretación de los protagonistas en la mayoría de casos, se consigue un escenario asfixiante, realzado por todo lo que hacen resonar en nuestra imaginación.
En lo que al trabajo de realización respecta, todo este arsenal bien provisto navega en momentos a la deriva y pone en peligro el viaje, por la torpeza de Natale en manejar esos vaivenes en el espacio y el tiempo a través de los cuales desarrolla la trama, con un montaje que despista en la parte central de la cinta. Siendo el argumento tan simple, lo rizan de un modo que ni la peluquera más hábil con los rulos y el peine se atrevería; requiere un esfuerzo cognitivo considerable, el tener controlado el mapa de los acontecimientos, y uno hasta siente la necesidad de darle al «rew», para no perderse nada. Un desilachado causado por una distracción momentánea, o falta de atención por un más que comprensible sopor que provoca algun plano, o secuencia de ellos, supone perderse más en ese laberinto, ponerse nervioso porque no se sabe qué rayos está pasando, y hacerse todavía más difícil entenderlo.
De todos los artistas congregados en este megabucle sin aparente salida, los papeles de Laysla de Oliveira (Becky) y Patrick Wilson (Ross), archiconocido ya por las del Expediente «Guarren», son los más decentes, mejor trabajados y bien construídos. Con el perverso padre de la família que se pierde en el herbazal, evocamos al mítico y consagrado Vincent Price, cuyos personajes, precisamente en historias adaptadas de Edgar Allan Poe, acostumbran a ser los «mediums» de lo maligno que se manifiesta.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Sin ser lo que se podría llamar un «malo» en el estricto sentido, siempre una mezcla de instrumento de lo diabólico, y al mismo tiempo víctima de ello. Así se nos antoja la figura de este hombre, que es quien maneja la fuerza centrífuga que arrastra a los demás a la roca negra del medio del campo, símbolo del núcleo de lo sagrado, el epicentro de la energía (aparentemente maligna), que atrapa a todo el que se adentra en aquél infierno. Claro es, pues, el guiño al grande del terror de mediados del siglo pasado.
Este punto neurálgico, tanto a nivel narrativo de la historia (porque todos acaban allí, como en «The Harvesting» (2015): todas las almas del lugar absorbidas por la luz en un campo cuando el solsticio), como a nivel escénico, y también en lo simbólico, se puede interpretar como el centro de la mente: el ego, el «yo»: el que juzga, y en consecuencia se permite decidir e intentar imponerse (entre el «Bién» y el «Mal», y a veces por encima; ¿no suena eso a lo de Adán, Eva y demás?).
Esa roca, relacionada con la iglesia de la otra banda de la carretera, en un simbolismo invertido, nos trae a la frase de Jesús de Nazaret a su primer discípulo cuando le dice que ya no se llamará más Simón, sinó «kefa’h» (que significa piedra, «petrus» en latín, Pedro). Y sobre esta piedra Él edificará su iglesia. Curiosa referencia.
Como lo es, de un capítulo del Libro del Apocalipsis, el viaje de Becky, sobriamente intrerpretada, sin artificios ni exageraciones, con un sobrecogedor realismo en su puesta en escena: la Mujer que huye al desierto, para ponerse a salvo, ella y al hijo del que está embarazada, del Dragón de no se cuantas cabezas, que posa esperando a que el niño nazca para devorarlo. Interesante inversión, también, porque Becky precisamente huye, no para tener el niño, sinó para abortarlo, acompañada de Cal (Avery Whitted), su hermano, que desempeña un papel totalmente secundario.
Harrison Gilbertson (Travis), el padre de la criatura y novio de Becky, tiene un rol más relevante. En él podemos ver perfectamente a ese Dios, padre de la humanidad que está por nacer (o lo que representa la esperanza de ésta), que se encarna para sacrificarse, para la salvación de todos los demás... eso sí, sólo los que quieren, porque Ross decide entregarse al poder de la Roca.
Finalmente, la redención viene por mano del niño Tobin, el hijo del malvado (o poseído, mejor dicho?) Ross. El muchacho es quien encuentra el camino, a través de la misteriosa puerta trasera de la iglesia, para salir a salvar a Becky y a Cal. El niño que pedía auxilio desde la entraña del mismísmo infierno de hierbas, es el niño que les salva de entrar en ellas, cerrando así el círculo. La figura del chaval, que representa la inocencia, la falta del pérfido juzgar de los adultos, es el que impide la condenación de los hermanos. Aquí podríamos citar de nuevo al Evangelio, con la frase de Cristo: «Sólo siendo como los niños podréis entrar en el Reino de los Cielos»; en este caso la paráfrasis es «podréis salir del Infierno».
La hierba alta aquí es, pues, una metáfora del mundo, de la realidad consciente que nos construímos, y que con nuestros miedos, condicionamientos, egoísmos, odios... (todo deriva del miedo), podemos transformar en un averno de sufrimiento, parándonos en el camino que nos ha tocado andar (unos a pie, otros en un coche rojo, o una camioneta, o una ranchera familiar...)... uno podría pensar (y no falta el fantaseo de hacerlo) en coger una segadora y cargarse el herbazal, como le sugirieron los discípulos a Jesús, viendo que las malas hierbas crecían entre la mies. A lo que el nazareno les responde: «no, dejad las malas hierbas, porque arrancándolas podríais malbaratar el trigo; ya el Día de la Siega, serán separados, y las malas hierbas arderán en el fuego que jamás se apaga». Otra cita que nos invita a dejar los juicios para Alguien de más arriba, y vivir como los niños... en estado de pura inocencia, disfrutando del simple fluir de la vida.
Este punto neurálgico, tanto a nivel narrativo de la historia (porque todos acaban allí, como en «The Harvesting» (2015): todas las almas del lugar absorbidas por la luz en un campo cuando el solsticio), como a nivel escénico, y también en lo simbólico, se puede interpretar como el centro de la mente: el ego, el «yo»: el que juzga, y en consecuencia se permite decidir e intentar imponerse (entre el «Bién» y el «Mal», y a veces por encima; ¿no suena eso a lo de Adán, Eva y demás?).
Esa roca, relacionada con la iglesia de la otra banda de la carretera, en un simbolismo invertido, nos trae a la frase de Jesús de Nazaret a su primer discípulo cuando le dice que ya no se llamará más Simón, sinó «kefa’h» (que significa piedra, «petrus» en latín, Pedro). Y sobre esta piedra Él edificará su iglesia. Curiosa referencia.
Como lo es, de un capítulo del Libro del Apocalipsis, el viaje de Becky, sobriamente intrerpretada, sin artificios ni exageraciones, con un sobrecogedor realismo en su puesta en escena: la Mujer que huye al desierto, para ponerse a salvo, ella y al hijo del que está embarazada, del Dragón de no se cuantas cabezas, que posa esperando a que el niño nazca para devorarlo. Interesante inversión, también, porque Becky precisamente huye, no para tener el niño, sinó para abortarlo, acompañada de Cal (Avery Whitted), su hermano, que desempeña un papel totalmente secundario.
Harrison Gilbertson (Travis), el padre de la criatura y novio de Becky, tiene un rol más relevante. En él podemos ver perfectamente a ese Dios, padre de la humanidad que está por nacer (o lo que representa la esperanza de ésta), que se encarna para sacrificarse, para la salvación de todos los demás... eso sí, sólo los que quieren, porque Ross decide entregarse al poder de la Roca.
Finalmente, la redención viene por mano del niño Tobin, el hijo del malvado (o poseído, mejor dicho?) Ross. El muchacho es quien encuentra el camino, a través de la misteriosa puerta trasera de la iglesia, para salir a salvar a Becky y a Cal. El niño que pedía auxilio desde la entraña del mismísmo infierno de hierbas, es el niño que les salva de entrar en ellas, cerrando así el círculo. La figura del chaval, que representa la inocencia, la falta del pérfido juzgar de los adultos, es el que impide la condenación de los hermanos. Aquí podríamos citar de nuevo al Evangelio, con la frase de Cristo: «Sólo siendo como los niños podréis entrar en el Reino de los Cielos»; en este caso la paráfrasis es «podréis salir del Infierno».
La hierba alta aquí es, pues, una metáfora del mundo, de la realidad consciente que nos construímos, y que con nuestros miedos, condicionamientos, egoísmos, odios... (todo deriva del miedo), podemos transformar en un averno de sufrimiento, parándonos en el camino que nos ha tocado andar (unos a pie, otros en un coche rojo, o una camioneta, o una ranchera familiar...)... uno podría pensar (y no falta el fantaseo de hacerlo) en coger una segadora y cargarse el herbazal, como le sugirieron los discípulos a Jesús, viendo que las malas hierbas crecían entre la mies. A lo que el nazareno les responde: «no, dejad las malas hierbas, porque arrancándolas podríais malbaratar el trigo; ya el Día de la Siega, serán separados, y las malas hierbas arderán en el fuego que jamás se apaga». Otra cita que nos invita a dejar los juicios para Alguien de más arriba, y vivir como los niños... en estado de pura inocencia, disfrutando del simple fluir de la vida.