Decía Hermann Hesse en su magnífico Demian: "Si toda la humanidad muriese con la sola excepción de un niño medianamente dotado, este niño superviviente volvería a hallar el curso de las cosas y podría crearlo otra vez todo, dioses, demonios y paraísos, mandamientos, antiguos y nuevos Testamentos”. La novela de Golding que sirve de base a este film recrea la reflexión de Hesse en un nivel más social: imagina a un grupo de niños perdidos en una isla desierta, librados a sí mismos. El Señor de las Moscas nos muestra un poco la historia de la evolución humana, desde la expulsión del Paraíso. Las tradicionales Edades de esta evolución se ven reflejadas en el curso que va tomando la comunidad de estos niños. Primero todo es solidaridad y planeamiento de un orden con miras a sobrevivir: Edad de Oro. Con el paso de los días, el plan inicial se va desdibujando y comienza el descenso en espiral, hasta llegar a la Edad de Hierro, donde el hombre se manifiesta como lobo del hombre.

La virtud de este film -o de la versión de 1963 de Peter Brook- descansa más que nada en acercarnos este Golding's experiment tan revelador, y por ello es ampliamente recomendable su visionado. Los niños terminan desempeñando roles arquetípicos que resumen el espectro humano completo: el liderazgo natural y bondadoso -Ralph-, la razón -Piggy-, la pasiva contemplación -Simón-, y luego los instintos más burdos del afán de poder, la sed de emociones brutales y violencia y el sometimiento por el miedo -encarnados por Jack y sus seguidores. Toda la humanidad está allí.

Al final, y sin esperarlo en absoluto, los sorprende el rescate. Resulta inquietante pensar que la humanidad misma podría en algún momento reencontrarse súbitamente con las fuentes de su origen perdido -y estremecedor lo que a esa luz le sería dado ver.