Cuenta la leyenda que Lorelai fue traicionada por el hombre al que amaba. Con un dolor intenso se arrojó desde el acantilado convirtiéndose así en sirena y conduciendo a los navegantes a la muerte valiéndose del encanto que sobre ellos ejercían su pelo de color oro y su embriagador canto. Petzold se inspira en cierto modo en esta leyenda para escribir y dirigir “Ondina. Un amor para siempre”.

Esta onírica película nos atrae como hacía Lorelai, gracias a una intriga muy tranquila pero algo tensa, una que transmite la sensación de que va a pasar algo, aunque luego se quede simplemente en una promesa incumplida. La película deambula por una trama que juega a ocultar sus armas en una historia de amor perseguida por la sombra de un pasado reciente y convulso que marca irremediablemente su feliz presente.

A pesar de una propuesta atractiva en su inicio, “Ondina…” no aprovecha esa ventaja y construye una historia pausada que avanza a pasos muy cortos, intentando que su misterio rellene los vacíos del guion. Petzold tiene la experiencia necesaria, pero rehúye el riesgo y no convence en su intento de mezclar fantasía y realidad.

La película -y los espectadores- disfrutan de la notable actuación de Beer, ninfa terrestre sobre la que se articula la historia. Su poderosa mirada capaz de hipnotizar y encandilar a la cámara cual sirena, atrayendo con sus palabras al incauto amante, que cae en las redes de su encanto. Pronto ese amor será leyenda, como decía la canción, sin posibilidad de retroceder en el espacio-tiempo.

“Ondina” es intimista y emocionalmente intensa, su simbolismo permanece siempre al otro lado de la pantalla sin transmitir sensaciones a pesar de que entre los protagonistas los sentimientos fluyen. Una irregular propuesta que mezcla fantasía y realidad sin encontrar el equilibrio definitivo.