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Voto de elcinepormontera:
9
Drama Polonia, 1960. Anna (Agata Trzebuchowska), una novicia huérfana que está a punto de hacerse monja, descubre que tiene un pariente vivo: una hermana de su madre que no quiso hacerse cargo de ella de niña. La madre superiora obliga a Anna a visitarla antes de tomar los hábitos. La tía, una juez desencantada y alcohólica, cuenta a su sobrina que su verdadero nombre es Ida Lebenstein, que es judía y que el trágico destino de su familia se ... [+]
2 de marzo de 2015
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Imaginemos una gran piedra de mármol blanco: las gubias, trépanos y cinceles dispuestos sobre la mesa de trabajo del escultor. Primero unos golpes rápidos y certeros para el desbastado de la piedra. Vienen luego los surcos de gran extensión que dejan entrever el volumen y la sombra. La escultura va tomando forma. El monocromo lo establece la luz y las sombras proyectadas que van cobrando vida. Como remate: el alisado, el lucido, la depuración absoluta. La obra de arte surge finalmente como un advenimiento mágico y metafísico. Contemplando la majestuosidad fotográfica que Pawlikowski y sus directores de fotografía, Ryszard Lenczewski y Lukasz Zal, consiguieron, uno se imagina que cada plano de “Ida” es una escultura que forma parte de un retablo excepcional. Y no es un ejemplo exagerado, la fotografía de “Ida” es de una belleza hipnótica. Pero es que además, no existe contrasentido entre el drama argumental y la imagen sublime, la simbiosis funciona a la perfección. El aire que se establece en la mayor parte de los planos, donde las protagonistas ocupan el tercio inferior del encuadre, refuerza el carácter subjetivo de cada una de ellas. Ida vive aprisionada bajo su creencia, su Dios gravita permanentemente sobre ella. Wanda, aplastada por su pasado, por sus remordimientos, por su falta de esperanza.

La cámara establece una marcada distancia con los protagonistas, como si no quisiera acceder a la vida interior de sus personajes. Esta propuesta sugerente precisa de la colaboración del espectador, dejando que sea nuestra propia imaginación la que complete los pensamientos más íntimos de las dos mujeres. La joven novicia ha vivido siempre aislada del mundo. Pura, inocente, virginal. Es el suyo un viaje de descubrimiento que pondrá a prueba su fe y su paz interior. Wanda en el contrapunto, la antítesis de Ida. Está de vuelta de todo, parece no importarle nada. Bebe en exceso y se acuesta con el hombre que más cerca esté de su última copa. Pero su actitud no responde a una forma premeditada de entender y vivir la vida, más bien es un salto al vacío: el remordimiento y la culpa la asfixian. A diferencia de su sobrina, no tiene un Dios en el que refugiarse, no hay redención ni esperanza.

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