No trago con la prostitución. Me horroriza ese mercadeo de la carne, de la humillación y la degradación. Que no le llamen amor a esos encuentros escondidos en un sórdido hotel, ajadas las caricias y cansados los cuerpos; más aún la prostitución callejera, controlada por chulos despreciables y dominada por la más miserable explotación. Moustache me diría que mi moral es burguesa, como si eso fuese un reproche. En este caso, es un honor.

De hecho, daría un paso más y me definiría como ultra conservadora, tradicional o reaccionaria, como queramos, que en esto no hay ofensa. Así, contemplar ese maltrato femenino sistemático que padecen las meretrices me espanta, esos hombres sin vergüenza, escrúpulos ni trabajo que viven a costa de ellas me producen nauseas y esas mujeres felices de estar en esa situación me indigna. Hacer bromas con esas cosas es peliagudo, y Billy Wilder lo hace, no sin acierto, todo hay que reconocerlo.

Porque, en fin, creo que «Irma la dulce» está bien narrada, cuenta con una banda sonora maravillosa, con un Jack Lemmon espléndido, como creo que es ya lo habitual; con un mensaje de redención que hay que subrayar, un tabernero graciosísimo con mucho que decir, posiblemente lo mejor de la película; y con un romance por parte de él más que de ella que no deja de ser dulce si nos vamos a su fondo: lo mucho que es capaz de hacer un hombre por amor.

El verde es muy bonito aunque no para unas medias. Pero esa es otra historia.