Como ya he dicho otras veces, cada uno se ríe de lo que quiere. El humor es muy subjetivo y el sentido del ridículo también, así que debemos imaginar que en 1952 una película como «Me siento rejuvenecer» se consideraba graciosa, pero no ridícula. Lo que me sorprende es que en 2019 se siga pensando lo mismo.

Porque, mirad, yo lo siento de veras, pero no puedo desprenderme de cierta vergüenza ajena al ver a la bella y madura Ginger Rogers, un mito del cine de los años treinta, una bailarina angelical, haciendo de boba mientras trata de imitar a una niña; o al galán Cary Grant, que aunque no sea de mis favoritos es sin duda uno de los actores más importantes del Hollywood clásico, comportándose como un paleto para que nos creamos que efectivamente tiene la edad mental de dieciocho años. Esto es hacer el ridículo.

Quizá se parte del problema de base de que se relaciona lo joven con lo estúpido, lo infantil con lo tonto. Por eso no hacen gracias las situaciones, los comportamiento ni las travesuras, porque un niño o un adolescente no se comportaría así la mayoría de la veces, así que en definitiva se trata de gente haciendo tonterías. Es decir, ser joven o sentirse joven no es una cosa graciosa en sí misma; para que esto funcione la situación cómica tiene que trabajarse más y darle más ingenio, no solo poner cara de tonto y hacer payasadas que, bueno, quizás en los cincuenta hacían gracia pero que el paso del tiempo ha hecho envejecer, y mucho.

Sí destaco a una preciosísima Marilyn Monroe haciendo ya de rubia medio tonta, o tonta del todo, pero a quien es un placer mirar. De hecho, siempre he pensado que es una estupenda actriz.