En una época en la que se confunde lo tierno con lo cursi y lo emotivo con lo ñoño, nos llega «Christopher Robin» de Marc Forster y nos recupera a Winnie the Pooh, ese oso de peluche que son todos los osos de peluches y que es al mismo tiempo más real que muchas otras realidades.

Porque hay una historia fantástica y verídica detrás de la creación de Winnie the Pooh y quizá por ese motivo este personaje y sus cuentos tienen tanta alma, tanta vida, tanta infancia. Ahora Christopher Robin ha crecido y ha olvidado, y habría que decir que cómo no va a olvidar si ha vivido una guerra, si tiene una hija que en realidad no conoce, si la vida le exige unas responsabilidades que hay que afrontar, que deben afrontarse. Nos dice Winnie the Pooh con su ingenua sabiduría que «a veces no hacer nada te lleva al más grande de los algos», lo que me recuerda mucho a eso de que «las cosas se soluciona por sí mismas» que escribía Tolstói. Lo increíble es que es verdad.

Detrás de esa filosofía, en apariencia sencilla e incluso malinterpretable, se esconde una visión sobre la vida que apela a fe, a la esperanza, a darle la importancia justa a cada cosa. Para ello, un Christopher Robin adulto, perdido, regresará a la infancia y se reencontrará con Winnie de Pooh y sus amigos; una infancia como símbolo de algo puro, noble, elevado, verdadero, que te conecta con valores ya olvidados, con emociones que creíamos muertas. La película es un bonito tributo nostálgico a lo que un día fue, a lo que de alguna manera sigue ahí y es necesario, no en un sentido material sino espiritual, como ese bosque de Los Cien Acres gris y marchito que vuelve a la vida cuando Christopher Robin regresa. Mágico.

Por lo demás, la película tiene una trama sencillita y bastante repetida de padre de familia que trabaja demasiado, pero su estilo británico, los bonitos personajes y el mensaje tierno y emotivo la hacen una buena propuesta para todas las edades