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Voto de Chris Jiménez:
9
7,7
22.338
Ciencia ficción. Fantástico
Seis valientes astronautas viajan en una cápsula espacial de la Tierra a la Luna. La primera película de ciencia-ficción de la historia fue obra de la imaginación del director francés y mago Georges Méliès (1861-1938), que se inspiró en las obras "From the Earth to the Moon" (1865) de Julio Verne y "First Men in the Moon" (1901) de H. G. Wells. Se trata de un cortometraje de 14 minutos de duración realizado con el astronómico ... [+]
21 de mayo de 2021
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
El americano Edwin S. Porter se iba a lanzar a la conquista del Oeste a bordo de un tren, pero un año antes Georges Jean Méliès tuvo el valor de meterse en un cohete, surcar el Espacio y aterrizar en nuestro satélite vecino.
Y la magia de este viaje, casi 120 años después, aún nos continúa fascinando...
Ya llevaba algunos años trabajando sin descanso el famoso prestidigitador y diseñador reciclado en cineasta cuando se le ocurre un complejo y carísimo proyecto de nuevo en el marco de lo fantástico inspirándose en la gran novela "De La Tierra a La Luna" de Verne y en "Los Primeros Hombres en La Luna" de Wells; tres meses de producción ponen bien de manifiesto la ambición artística del parisino, quien, con una inestimable colaboración entre los trabajadores de Star Film y artistas de diferente procedencia (del mundo de la pintura, la danza, el teatro o el circo), empleó con empeño la amplia gama de trucos que le hicieron famoso y un derroche de imaginación preparado para sorprender a sus espectadores.
Tanto más cuanto que éstos carecían de precedentes para lo que el mago iba a ofrecerles, en realidad la consumación de ese deseo que ya se atisbaba en "La Luna a un Metro". El argumento que emplea Méliès carece absolutamente de rigor científico, lo que refuerza el cariz puramente novelesco y fantástico de su hazaña, que cuenta cómo el astrónomo Barbenfouillis (interpretado por él mismo) hace caso omiso de sus compañeros de profesión y se embarca en un cohete disparado por un cañón hasta La Luna, cuya expedición incluye encontrarse con una extraña civilización de carácter monárquica.
El mago despliega su típica imaginería y su genio se conjuga como nunca, haciendo aparecer o desaparecer personajes, agrandando o empequeñeciendo las figuras, imprimiendo movimiento a objetos, creando decorados y fondos interiores o exteriores de una hipnótica belleza pictórica, jugando con la perspectiva, las formas y la atractiva pirotecnia; todo al servicio de una narrativa frenética y una afiladísima sátira, quizás el mayor acierto de su innovadora obra: mofarse de los sesudos científicos (quienes aparecen como ridículos magos), de la ambición por conquistar el Cosmos y su procedimiento (la impagable escena de las bailarinas del teatro de Chatelet vestidas de marineras empujando el cohete) y en especial criticar la violencia colonialista.
En aquel momento, y como claro indicativo de su tan actual crítica, estaba por terminar la segunda de las cruentas Guerras Bóeres; aquí el grupo de Barbenfouillis no sólo queda impresionado al tropezarse con una grotesca raza desconocida cuyos individuos dan saltos, se contonean y explotan si los golpean, sino que se enfrentan a su líder y además regresan a La Tierra con el mayor de los trofeos: un selenita al que han secuestrado. Finalmente la estatua del astrónomo, triunfante, alrededor de la cual bailan todos los presentes, recuerda a las mismas caricaturas que Méliès dibujaba de los conquistadores coloniales.
La sensación de aventura flota durante toda la proyección, al igual que la del humor. Y para el espectador actual la acostumbrada disposición frontal "mélièsiana" y la carencia de un verdadero lenguaje cinematográfico será un claro impedimento para disfrutar de su obra (inevitable que echemos en falta la existencia de algún primer plano o un travelling), pero hay que intentar contemplarla como lo que es: un espectáculo teatral con el único deseo de sumergir a aquel que lo ve en sus esferas de ensueño, esas cuya lógica pertenece a los lindes ilógicos de los cuentos o las fantasías.
Los estudiosos y cinéfilos consideran apropiado enmarcar al "Viaje a La Luna" como pionera de la ciencia-ficción, pero en una época en la que los códigos de género del cine aún no se habían empezado a disponer, la naturaleza que envuelve a este mítico experimento artístico cuya importancia e influencia ha trascendido a lo largo de las décadas, y la cual se le ajusta de maravilla, es única y enteramente la de la magia, pura magia.
A todo esto, ¿hay en toda la Historia del cine una imagen más icónica de La Luna que la que Méliès nos regala aquí?
Pues, efectivamente, no.
Y la magia de este viaje, casi 120 años después, aún nos continúa fascinando...
Ya llevaba algunos años trabajando sin descanso el famoso prestidigitador y diseñador reciclado en cineasta cuando se le ocurre un complejo y carísimo proyecto de nuevo en el marco de lo fantástico inspirándose en la gran novela "De La Tierra a La Luna" de Verne y en "Los Primeros Hombres en La Luna" de Wells; tres meses de producción ponen bien de manifiesto la ambición artística del parisino, quien, con una inestimable colaboración entre los trabajadores de Star Film y artistas de diferente procedencia (del mundo de la pintura, la danza, el teatro o el circo), empleó con empeño la amplia gama de trucos que le hicieron famoso y un derroche de imaginación preparado para sorprender a sus espectadores.
Tanto más cuanto que éstos carecían de precedentes para lo que el mago iba a ofrecerles, en realidad la consumación de ese deseo que ya se atisbaba en "La Luna a un Metro". El argumento que emplea Méliès carece absolutamente de rigor científico, lo que refuerza el cariz puramente novelesco y fantástico de su hazaña, que cuenta cómo el astrónomo Barbenfouillis (interpretado por él mismo) hace caso omiso de sus compañeros de profesión y se embarca en un cohete disparado por un cañón hasta La Luna, cuya expedición incluye encontrarse con una extraña civilización de carácter monárquica.
El mago despliega su típica imaginería y su genio se conjuga como nunca, haciendo aparecer o desaparecer personajes, agrandando o empequeñeciendo las figuras, imprimiendo movimiento a objetos, creando decorados y fondos interiores o exteriores de una hipnótica belleza pictórica, jugando con la perspectiva, las formas y la atractiva pirotecnia; todo al servicio de una narrativa frenética y una afiladísima sátira, quizás el mayor acierto de su innovadora obra: mofarse de los sesudos científicos (quienes aparecen como ridículos magos), de la ambición por conquistar el Cosmos y su procedimiento (la impagable escena de las bailarinas del teatro de Chatelet vestidas de marineras empujando el cohete) y en especial criticar la violencia colonialista.
En aquel momento, y como claro indicativo de su tan actual crítica, estaba por terminar la segunda de las cruentas Guerras Bóeres; aquí el grupo de Barbenfouillis no sólo queda impresionado al tropezarse con una grotesca raza desconocida cuyos individuos dan saltos, se contonean y explotan si los golpean, sino que se enfrentan a su líder y además regresan a La Tierra con el mayor de los trofeos: un selenita al que han secuestrado. Finalmente la estatua del astrónomo, triunfante, alrededor de la cual bailan todos los presentes, recuerda a las mismas caricaturas que Méliès dibujaba de los conquistadores coloniales.
La sensación de aventura flota durante toda la proyección, al igual que la del humor. Y para el espectador actual la acostumbrada disposición frontal "mélièsiana" y la carencia de un verdadero lenguaje cinematográfico será un claro impedimento para disfrutar de su obra (inevitable que echemos en falta la existencia de algún primer plano o un travelling), pero hay que intentar contemplarla como lo que es: un espectáculo teatral con el único deseo de sumergir a aquel que lo ve en sus esferas de ensueño, esas cuya lógica pertenece a los lindes ilógicos de los cuentos o las fantasías.
Los estudiosos y cinéfilos consideran apropiado enmarcar al "Viaje a La Luna" como pionera de la ciencia-ficción, pero en una época en la que los códigos de género del cine aún no se habían empezado a disponer, la naturaleza que envuelve a este mítico experimento artístico cuya importancia e influencia ha trascendido a lo largo de las décadas, y la cual se le ajusta de maravilla, es única y enteramente la de la magia, pura magia.
A todo esto, ¿hay en toda la Historia del cine una imagen más icónica de La Luna que la que Méliès nos regala aquí?
Pues, efectivamente, no.