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Costa Rica Costa Rica · Me encantan las galletas
Voto de Javier Moreno:
6
Drama Georges y Anne, dos ancianos de ochenta años, son profesores de música clásica jubilados que viven en París. Su hija, que también se dedica a la música, vive en Londres con su marido. Cuando, un día, Anne sufre un infarto que le paraliza un costado, el amor que ha unido a la pareja durante tantos años se verá puesto a prueba. (FILMAFFINITY)
18 de febrero de 2013
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Un matrimonio sufre las consecuencias del fatal accidente de la vida. Viven apaciblemente, distanciados y enfrascados, como gran parte de la vieja Europa. Y como siempre, Haneke ofreciéndonos más allá de la pantalla una parabólica idea de tantas aristas como ojos puedan contemplarla.

Amor es una sumisa palabra que se ha encadenado a nuestro pensamiento por ser parásita de ciertas sensibilidades. De hecho, parte de la población evita hablar en términos románticos (ni romanticistas ni estetas románticos) por aborrecer los estereotipos del cupido, los corazoncitos y demás bochornosos chubascos. Nos caen como lluvia ácida que desechamos, aunque aceptemos su uso. Pero más allá del amor de catálogo, más allá de las pasiones de estribillos, encontramos una suerte de fidelidad hacia las sensaciones que hemos captado durante años. Y si añadimos una costumbre y el trauma que supondría abandonar tal hábito, ahí aparecen los amores de vejez. O al menos el manido esbozo de la eterna pareja que se ama por inercia.

Haneke siempre gozó de una capacidad para mostrar lo que él mismo observa con una transparencia que siempre nos perturbó. Retrataba situaciones que nos pinchaban y molestaban cual relato kafkiano. Además, la comparación va más allá cuando contemplamos que los acontecimientos que no ocurrían en El castillo, El proceso o La metamorfosis, siguen sin ocurrir en las escenas de este director. No resulta complicado atender a la analogía entre dos amantes de la vida como sufrimiento del tiempo, y tampoco podemos pasar por alto el parecido en su intención provocativa. Ambos pueden conseguir en nosotros náuseas, esguinces de entrecejo, congestión de bilis o incluso vómito. La repulsión en muchas de sus cintas es tan evidente que resulta difícil no preguntarse qué diantres hace uno viendo esa película.

Repasando su filmografía confesamos que, aun habiendo sufrido mucho, ese hombre es un genio. Se propone un objetivo y lo cumple, y además consigue que valoremos su obra como una pieza maestra. Este tipo hace honor a la barba que, cual estandarte humano, anuncia el valor y la astucia en toda empresa que emprende. Y su barba, junto a su nombre y la mirada de un testigo de cargo, nos señalaban su último "Amor" como una indispensable de 2012. Así que no se nos escapó.

Como digo, en "Amor" no pasa nada. El amor es sólo una foto que añoramos y que miramos con morriña. Entonces (tras 2 minutos de metraje) vemos que la mujer está perdiendo lucidez. No nos queda muy claro si se trata de un problema nuevo para ella, de una visión errónea del marido o hemos perdido nuestro juicio. Y como todo esto sucede al comenzar, Haneke juega su papel en el que nos hace dudar, no hemos empatizado lo suficiente con ningún personaje para suponer cuál debe sobrevivir en los cánones de una película al uso. Se desprenden más descripciones de la vida del matrimonio y descubrimos que era ella la que sufría infartos. Éstos la llevarían a una progresiva parálisis y a una degeneración humana, como pasa cuando nuestra capacidad racional se invalida. Como observador, su fiel marido, que con paciencia pero sin habilidad ayuda a su mujer a seguir adelante. El problema surge cuando no se trata de vivir, sino de vivir dignamente. Se torna en debate sobre qué sería más conveniente hacer en una situación así. ¿Te permitiría tu hábito como compañero acabar de manera leal tal y como te pide tu compañera?

La descripción entonces resulta algo repetitiva, lenta y pretendidamente aburrida. El relato por el relato que tanto ondearon los austriacos aparece impregnado en los planos eternos de Haneke. Nos duele que haya un final, pero más nos duele presenciarlo sin ser quienes finalicemos. En la relación entre el hombre y su hija, entre generaciones que no se entienden ni se acoplan, se dibuja la Europa que tanto han sabido entender Stefan Sweig o Lars Von Trier. Una Europa con métodos muy intelectuales que sabe de la tragedia. Una personalidad trabada entre guerras, tejida con los despojos del arte que siempre aflora entre tanto sufrimiento. Y he ahí su huella (me permito esa aliteración elíptica utilizando tanta hache porque su huella permanece sin que se aprecie ni se escuche), con un piano de cola de fondo. Siempre escuchamos alguna obra maestra de manos de algún buen músico. Tal vez en otras ocasiones disfrutamos más por ser el principal punto de la película, pero aparece como no podía ser de otra manera. Haydn, Schubert o incluso Mozart se esconden entre esa frondosa barba blanca.

Haneke está loco, nos gusta decir a muchos, y por eso pertenecemos a un selecto grupo de adoradores (en realidad no existe tal estupidez), pero al esperar lo mismo que en sus anteriores obras nos levantamos contra su último trabajo por no sentirnos tan dañados esta vez. No nos aprieta cuando sabe qué fibra nos duele. No lleva toda acción al clímax para torturarnos un poquito. El elemento clave de la película es la espera y la decisión, pero resulta comprensible y nada sorpresivo.

Huppert vuelve a estar estupenda, aunque los premios serán para Emmanuelle Riva, que los merece. La muestra de una Europa que agoniza, y a la que vendría bien un empujón en su decadencia, está bastante logrado, pero no consigue provocarnos como antaño. Es probablemente su trabajo menos pretencioso a nivel artístico, y tal vez el más discreto, pero sin mucho sentido se llevará más galardones.

Echamos de menos un blanco y negro apocalíptico, una profesora sexualmente perturbada o algún violento desequilibrado vestido de blanco. No me digan que su violencia no era más aterradora.
Javier Moreno
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