Imperio de luz

Historia dramática que habla sobre el encuentro casual en el amor, entre dos personas, diametralmente opuestas... vistas desde la perspectiva de una sociedad conservadora, cómo la inglesa de los 80', atenta al cumplimiento de mandatos y pautas culturales.

¿Llegará un día donde las personas se sientan totalmente libres, desnudas de pensamientos, y se puedan encontrar en un amor puro desprovistos totalmente de un entorno que los juzgue?

Lo que me maravilló del film, es que dicho encuentro, y gran parte de la historia, sumando varios personajes, transcurre en un viejo cine en una localidad marítima de la costa sur de Inglaterra, Margate, más precisamente en el actual DreamLand Cinema, y no deja de ser un gran homenaje al Cine.


El autor, guionista y director es nada más y nada menos que San Mendes, cómo decir un René Favaloro del Séptimo Arte: 1917; Revolutionary Road (Sólo un sueño); Road to Perdition (Camino a la perdición); y la multi premiada, American Beauty (Belleza americana).

Para quienes amamos el Cine, y en especial el cine inglés, Sam Mendes es una cita obligada, dejando de lado que su perfil es bajísimo aunque fuera, casi una década, marido de Kate Winslet.

El imperio de la luz, es posiblemente la obra más “personal”, si así se le puede denominar, de Sam Mendes. Director que lleva muchos años en la industria y que sabe cómo aportar valor de manera audiovisual (American Beauty, 1917, Spectre, Skyfall …).

La película se sitúa a principios de la década de los 80, en una zona costera del Reino Unido. Desde el primer momento que nos ponemos en frente de la pantalla, podemos apreciar por qué esta obtuvo la nominación a mejor fotografía en los Oscar. Durante todo el largometraje no baja el nivel, es decir, 120 minutos de planos armoniosos y melancólicos, en los cuales la iluminación es lo que destaca en la oscuridad (de ahí parte del significado del título de la película).

Centrándonos en el guion, es sin ninguna duda, lo peor que tiene la película. En ella se tratan una gran variedad de temas: Soledad, amor, amistad, racismo, acoso, enfermedades mentales … Pero en ningún momento el director (también guionista) lleva un rumbo claro sobre estos, lo que provoca en el espectador una sensación de estar desorientado durante gran parte de la película. Aún así, la actuación brillante de Olivia Colman y la de Micheal Ward consiguen mitigar los fallos del guion.

En conclusión, “El imperio de la luz”, es una película que aunque su guion (siendo malo) sirve como método conductor hacia un sentimiento que quiere transmitir su director, el amor al cine.

«Cine: cinta de fotogramas estáticos interrumpidos por oscuridad entre cada uno de ellos, que, gracias al defecto del nervio óptico, si se mueve a 24 fotogramas por segundo, crea la ilusión del movimiento, la ilusión de la vida. Así no ves la oscuridad, si no un haz de luz, y nada sucede sin luz».

Con esta maravilla de diálogo que sucede en la cabina de proyección de un magnífico cine de un precioso pueblo costero de Inglaterra, se podría resumir la obra que Sam Mendes filma con una delicadeza poética de quien ha vivido con amor su profesión desde ser un espectador de este arte, compartiendo con otros la emoción de sentarse en una butaca a disfrutar de unos fotogramas en movimiento, hasta convertirse en todo un cineasta de gran reconocimiento que, en su madurez artística ha decidido escribir y dirigir una obra de metacine que, más allá de ser un homenaje, luce fantásticamente en la gran pantalla, con unos actores principales que bordan sus papeles, un argumento que, sin ser un gran historia dramática, aborda temas sociales de una manera muy realista y con una ambientación, música y fotografía que ponen el detalle de calidad que Mendes siempre nos aporta.

Una película sentida, cuidada y muy disfrutable, fiel reflejo de lo que quiere transmitir la historia que en ella se nos cuenta. Hay que disfrutar de esta vida y de los momentos de luz, para que los de oscuridad pasen desapercibidos.

Película triste sobre corazones solitarios y espacios vacíos. Una visión del amor tan amarga como aquella canción de Joy Division que tararea uno de los personajes. La costa sur inglesa, donde ocurre el romance, transmite una extraña sensación de abandono. Porque su litoral playero parece desangelado, oxidado de tanto esperar un verano que nunca llega. Desangelado también está el cine donde trabajan los protagonistas, un lugar de pasado majestuoso y presente decadente. Escenarios desolados que parecen una premonición para ese amor asimétrico entre Olivia Colman, más despeinada que nunca, y el atildado Micheal Ward.

"El imperio de la luz" como el resto de cine de Sam Mendes, nos habla desde la poética de la melancolía y la belleza de lo inútil, como esa bolsa de supermercado arrastrada por el viento de "American Beauty".

El gran escollo de "El imperio de la luz", es su oportunismo moralista al servicio de la actualidad social. Soflamas feministas, salud mental y racismo simplista adulteran con propaganda los cimientos de una bonita balada de soledad.

Uno de los directores más destacados del panorama actual, vuelve a la carga con la que probablemente es su película más íntima hasta la fecha. Se aleja de la espectacularidad de sus últimos filmes (1917 y las películas de James Bond Skyfall y Spectre) para trasladarse a la costa inglesa. Allí, nos cuenta la historia de Hillary (Olivia Colman) y Stephen (Micheal Ward), ambos trabajadores del cine Empire.
Pese a ser una película pequeña e íntima, la ambición de El imperio de la luz es enorme, cubriendo temas muy diversos como el racismo, la salud mental o la magia del cine. En un principio parece que estas diferentes ramas de la historia se pisan a unas a otras en lugar de estar compenetradas y completarse, dando la sensación de que hay una falta de enfoque que puede hacer que el espectador se pierda. Sin embargo, poco a poco va desvelándose (parece que casi a propósito) un hilo conductor principal que resulta tan simple como brillante: la vida. Simplemente la vida, los baches que tiene y como los superamos. Una historia muy buen contada, con escenas y diálogos brillantes y visualmente hermosísima: la fotografía de Roger Deakins no es de este mundo. Acompaña la preciosa BSO de unos Trent Reznor y Atticus Ross que se alejan de a lo que nos tienen acostumbrados.
La gran Olivia Colman está espectacular en un papel que le sienta como anillo al dedo, eclipsando al resto de un reparto en el que aún así todos están más que bien, desde el co-protagonista Micheal Ward hasta Colin Firth. Cada personaje tiene su propósito dentro de una historia mayor que cualquiera de ellos.
Un bonito drama muy bien elaborado en todos los aspectos con el que Sam Mendes añade otra película sensacional a su currículo; una fotografía mágica que se queda grabada en la retina para contar una historia que llega al corazón y ensalza la grandeza del cine y de la propia vida.