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España España · Madrid
Críticas de Mogwai
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Críticas 35
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
El triunfo de la voluntad
Documental
Alemania1935
7.4
5,295
Documental, Intervenciones de: Adolf Hitler, Josef Goebbels
8
24 de agosto de 2022
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Probablemente la película de propaganda más famosa, infame e importante de la historia. Fue un encargo personal de Hitler a Leni (puenteando a Goebbels, por cierto, lo cual no le sentó especialmente bien; al contrario de lo que dicen por ahí, al enjuto ministro de propaganda no le gustó nada la película) y se convirtió en visionado obligado de los niños en el colegio durante la siguiente década. Fue un elemento imprescindible en la fábrica de nazis. Y sigue siendo alabada en parte por sus logros técnicos: nada que discutir al respecto, es una maravilla técnica y estética, llena de imágenes memorables que marcarían escuela y con un montaje quasiperfecto. También es, la verdad, un poco aburrida (al final son dos horas de desfiles, revistas y marchas militares con discursos). Pero me ha sorprendido (y esto hay que cogerlo con pinzas) lo curiosamente poco “ideológica” que es. Apología y glorificación total del nazismo, sí, pero salvo el discurso final de Hitler en la clausura del congreso la realidad es que hay más bien poco contenido político (la mayoría del resto de discursos son breves, simplones y genéricos). Propaganda mal hecha y poca oratoria. ¿Dónde está su poder entonces? En la fuerza bruta. Es una glorificación del nazismo no por la vía de su discurso o sus ideas sino de su poder físico puro: las aglomeraciones de decenas de miles de personas en perfecta sintonía física, las marchas, los gritos, los gestos sectarios, las amenazas, los cañonazos, el mar de banderas, las insignias, las catedrales de luz… el objetivo no era convencer sino fascinar. Y no es de extrañar que lo consiguiese porque, visualmente, sigue siendo una película sencillamente apabullante. El sentido geométrico de Leni Riefenstahl filmando el movimiento las masas es increíble (por cierto, cierto señor barbudo de San Francisco reconoció haberse inspirado en ello para sus propios “storm troopers” de cierto imperio maligno) y la forma de usar el montaje para poner a Hitler en el centro de toda la acción, aun sin hacer nada, aun siendo un fotograma congelado en alguna escena, magistral.
¿Sigue teniendo relevancia hoy en día? Para mí, mucha. Por supuesto está el innegable interés histórico (desde esas imágenes aéreas de un impoluto casco antiguo de Nüremberg antes de los bombardeos o esa arquitectura funeraria megalomaníaca de Albert Speer en pleno esplendor al registro en vivo de personajes tan decisivos en la historia del siglo XX) pero hay, sobre todo, un interés humanista: presenciar de primera mano, y sin ficciones, lo bajo que puede llegar a caer el ser humano. Y, sobre todo, identificar cómo se llega ahí. No es que sea precisamente un gran aficionado a los grandes actos públicos, el orgullo nacional, la cultura identitaria, las exhibiciones militares o el tradicionalismo, pero esta película ayuda a no tocar ni con un palo nada relacionado con lo anterior, a ver sin filtros la absoluta locura de la masa cuando se le da rienda suelta (también llamada “libertad o comunismo”) para actuar dejando de lado los principios morales y la ética individual para ocultar sus crímenes en la mayoría. Es un retrato escalofriante de lo que pasó que radiografía las señales, tan obvias como aparentemente desconocidas, para saber lo que puede llegar después e intentar evitarlo mientras aún estamos a tiempo.
Y, sobre todo y a modo personal, es un registro criminal de sus autores. No sólo de sus responsables políticos o militares conocidos, también de esa señora con bebé en brazos que se acerca a entregar una corona de flores a Adolfito, esa pareja joven que no evita la llorera ante la vista del amado líder, esos niños prepúberes que disfrutan con la autoridad absoluta de juguete que les han dado, esas familias con parálisis muscular en el brazo derecho que abarrotan ventanas y azoteas con entusiasmo infinito. Para los negacionistas, los que exculpan a los que colaboran con el horror porque todo el mundo hacía lo mismo, los que nunca fueron fascistas pero no podían hacer otra cosa, los que no les importa porque al menos saben gestionar, los que miran siempre a otra parte. Ahí los tenemos a todos, inmortalizados con su culpa para la eternidad. La película de propaganda definitiva convertida en el mejor documento para desautorizar a sus responsables. Una película necesaria para tener cautela, para reflexionar, para no dejarnos llevar por el odio. Aunque sea sólo por no quedar retratados así para la posteridad.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Mogwai
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El último imperio
Documental
Países Bajos (Holanda)2015
6.2
159
Documental
8
15 de febrero de 2022
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
The Event (mejor que El último imperio, nueva castellanización sinsentido) retrata el golpe de estado que el poder en la sombra de la KGB organizó contra la presidencia de Gorbachov y sus reformas en verano de 1991, que no sólo fracasó sino que desembocó en la independencia de las repúblicas soviéticas y la desintegración definitiva de la URSS. El golpe se centró en Moscú, donde los tanques tomaron inicialmente la ciudad; en Leningrado / San Petersburgo la ciudadanía se echó desde el primer momento a la calle para rechazarlo y su gobierno local y regional se pusieron por una vez del lado del pueblo en defensa del sistema legítimo que por entonces se estaba intentando construir en el gigante comunista. Entre tanto, varios estudiantes de la escuela de cine de la ciudad salieron a rodar los eventos. Con cámaras de verdad y película de 35mm, en estricto blanco y negro.

Lo primero que destaca en The Event es ese aspecto visual: acostumbrados como estamos a ver todos los acontecimientos históricos que rodearon la caída del telón de acero con la textura del vídeo (el formato predominante en todas las agencias de noticias de la época), poder ver estos hechos filmados es básicamente un lujo. La belleza de las imágenes y su calidad inmersiva es enorme (los soviéticos sabían hacer propaganda, y la influencia visual de su escuela cinematográfica es impagable). Pero también hace algo más: coge unos hechos que, históricamente, pasaron anteayer, y crea una distancia histórica. Ya no es historia contemporánea sino antigua, un artefacto de otra época totalmente diferente, más solemne, más transcendente.

Y lo segundo que destaca, por supuesto, es el estilo narrativo habitual de Loznitsa. Sus documentales se componen exclusivamente de imágenes de archivo y todos los diálogos son locuciones reales del momento; no hay contexto, narradores o entrevistas, nada que aporte explícitamente enfoque u opinión sobre lo que estamos viendo. Por supuesto, el cineasta lo justifica recurriendo a la objetividad de la imagen y a dejar que esta hable sobre la opinión del autor. Pero el cineasta sabe, sin duda, que cualquier imagen, por muy real que sea, es subjetiva porque siempre lo es, como mínimo, el punto de vista que toma. Y, sobre todo, que el cine tiene una herramienta mágica para crear el relato a través de imágenes aparentemente neutras como estas: el montaje. Y es ahí donde reside el contenido de The Event.

Tras oír el anuncio de los golpistas y la declaración del estado de emergencia la película se centra rápidamente en los ciudadanos: el pueblo rechaza unánimemente el golpe y empieza a trabajar. Montan barricadas, organizan patrullas civiles, diseñan planes de emergencia, aseguran los suministros y protestan contra el atentado. Los carteles son claros: estos golpistas son “fascistas”. Aunque haya alguna referencia al estalinismo, es fascismo el concepto que se usa mayoritariamente durante esta primera parte de la película, por los ciudadanos y por esas autoridades locales y regionales que desde el primer momento se posicionan con su pueblo: el gobierno legítimo es el de Gorbachov, sus reformas son queridas y los golpistas sólo pueden ser fascistas. Deciden instalar su sede provisional en el edificio más emblemático de la ciudad y, de rebote, de probablemente toda la historia soviética (el Palacio de Invierno) y desde allí pasan información regularmente a los ciudadanos, tratan de mantener la calma y el orden y garantizan la seguridad de la ciudad.

Pero el tiempo pasa y crece la incertidumbre: se ha derramado sangre en Moscú, se han avistado tanques en las afueras de Leningrado, Yeltsin ha rechazado el golpe y se ha lanzado a la ofensiva, Gorbachov no dice nada. ¿Han matado a Gorbachov? ¿O está con los golpistas?

El discurso, o el discurso mostrado, empieza a cambiar. Ya no se habla de fascistas sino de comunistas, ya no se habla de reformas sino de refundación del sistema, de mercado, de liberalización. Hay que empezar a pensar en el futuro de la patria ante el colapso de la Unión. De la patria, porque la unión ya no se cita. Se empiezan a lanzar difamaciones contra Gorbachov y su silencio (el presidente soviético estaba retenido por los militares en su residencia de verano, amenazado y totalmente incomunicado) y Yeltsin es el líder a seguir, el único que está intentando parar el golpe (el presidente de la República Rusa, que por entonces era una más de la URSS, había logrado llegar a la casa presidencial rusa y estaba protegido, con contacto con el exterior y haciendo llegar sus mensajes a la ciudadanía sin muchos problemas). En cierto momento aparece un representante eclesiástico junto a los gobernantes (no hace mucha falta recordar aquí la aversión mutua entre comunismo y cristianismo) y se dirige al pueblo. Cae la noche.

Y, de repente, se ve una bandera rusa.

Es el momento de inflexión de la obra y el símbolo sobre el que parece gravitar toda la película. Una vez aparece la enseña nacional independiente ya no hay vuelta atrás: Rusia necesita ser independiente, Gorbachov debe dimitir, el comunismo debe ser abolido. Se equipara el golpe con la toma de ese mismo palacio en 1917 que inició la era soviética. Se retira la bandera roja (impagable la escena del funcionario de turno intentando doblar la gigantesca bandera, bonito símbolo de la inutilidad absoluta de esos trozos de tela pintada) y las palabras dan la puntilla. Hace tiempo que Leningrado (su nombre soviético oficial) se había convertido en Petrogrado (la ciudad de Pedro, el nombre moderno ruso que se dio a la ciudad tras la primera guerra mundial para evitar el germanismo de su nombre clásico) durante los mensajes oficiales del gobierno local; y de repente, en pleno júbilo, el alcalde pronuncia las palabras mágicas: San Petersburgo. El nombre imperial, el retorno al pasado glorioso de la madre patria, el fin de la distopía solidaria y transfronteriza. El inicio del nuevo imperio ruso. Medio millón de puños en alto parecen apoyarlo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Mogwai
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7
30 de diciembre de 2021
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Que es como I Spit on Your Grave (en España, La violencia del sexo) debería haberse traducido más bien, porque de eso trata realmente: de la violencia que siempre han ejercido sobre las mujeres y, sobre todo, de cómo no tiene nada de sexual y todo de demostración de poder y cómo, en la mayoría de los casos, se ejerce con impunidad absoluta.

La película en sí es bastante conocida y no por buenas razones: es una de las películas más famosas del modelo rape & revenge (ahí tienes Thriller, La última casa a la izquierda o las modernas Irreversible y Kill Bill) y se la conoce sobre todo por su exceso de sexo, violencia y mal gusto. Roger Ebert dijo que era una de las peores películas de la historia. En todo lo que leo sobre ella se repite constantemente su origen de bajo presupuesto como supuesta causa de sus carencias técnicas y artísticas. Y volvemos a un punto habitual en este tipo de películas: ¿la gente que escribe críticas ha visto realmente la película o está opinando simplemente sobre su fama o la idea que tienen de ella?

Porque, a mí, técnicamente me parece casi impecable. Sí, bajo presupuesto, pero el director sabe en todo momento donde poner la cámara, cómo usar el montaje para manejar el tiempo (insoportablemente lento en el inicio y durante la violación, mucho más rápido durante la venganza) y cómo usar esa falta de presupuesto y brillantina para bajar la película al nivel terrenal y hacerla parecer muy muy real. La ausencia de música aumenta el impacto psicológico de la violencia. Los actores cumplen en general (especialmente la protagonista, que está soberbia, mostrando más terror y dolor en su rostro y gritos que cualquier screaming queen del slasher) y son creíbles. Y realmente ni hay mucho sexo (las violaciones están rodadas bien a base de primeros planos de los rostros o bien desde muy lejos) ni mucha violencia (que la hay y es conceptualmente brutal, pero rodada totalmente fuera de campo: no hay una pizca de gore y tres de las cuatro muertes se representa simplemente con planos de agua tornándose roja, sin ningún rastro de casquería). Lo que hay es un retrato despiadado de cómo la violencia machista es un acto puro de poder cobarde e impotente, una forma de imponer la voluntad del hombre en situaciones (y, sobre todo, ante mujeres) frente a las cuales se sienten totalmente empequeñecidos y ridículos. Cómo no hay absolutamente nada placentero o sexual en ese tipo de violaciones (la forma en que están rodadas maximiza esto, mostrando solo violencia y dolor, sin rastro de gozo sexual). Y se siente esa sensación de impunidad total por parte de los hombres: pueden acabar violado simplemente por aburrimiento, porque “en este pueblo nunca pasa nada”, sabiéndose en todo momento amparados por el grupo social que probablemente esté dispuesto a dar la razón a un violador integrado en la comunidad que a esa mujer ajena y amenazante que, por supuesto, llegó “provocando”. Una película necesaria, valiente y que ha soportado muy bien el paso del tiempo.
Mogwai
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8
25 de agosto de 2021
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Al fin puedo acercarme a "¡Vivan los novios!" después de tantos años viendo su cartel en la entrada de la sala principal de la Filmoteca Española sin poder verla por ser una de las películas más difíciles de conseguir de Berlanga, por su relativo fracaso e incomprensión en su estreno y su descenso al oscurantismo berlanguiano durante los años posteriores. Y ha cumplido.

Al inicio (y en la superficie) parece una sátira del landismo, con López Vázquez pasándose la primera media hora de película persiguiendo cómicamente suecas y alemanas por las calles de un idílico pueblo costero catalán, pero Berlanga (y Azcona) realmente lo usan para, partiendo de él como modelo conocido, subvertirlo e ir más lejos de lo que nunca fueron las películas de aquel subgénero tan patrio. Aquí no hay moralina ni decencia, sino que a mitad de película (a partir de la muerte de la madre del protagonista por su negligencia “inmoral”) se torna comedia negrísima que se convierte en una obra misantrópica, sombría y desesperada: cuando el pobre Leo se da cuenta de que al morir su madre podría haber sido libre e intentado acceder a ese mundo de placer y aparente hedonismo de los guiris pero que la boda (forzada por la familia de la novia) le ha atado de por vida a otra mujer todo se vuelve tragedia, porque la araña de la sociedad tradicional franquista (mostrada explícitamente en el último plano de la película, probablemente la metáfora visual más espectacular de toda la obra de Berlanga) no le va a dejar escapar nunca de su tela infinita.

Sobre todo respecto a esto último, ¡Vivan los novios! parece conformar una trilogía vaga con las películas que la emparedan (La boutique / Las pirañas y Tamaño natural) sentando las bases de la misoginia feminista que Berlanga ya había apuntado antes pero aún no había establecido: ese reconocimiento de la mujer como el ser fuerte y dominante, más poderoso tanto física como intelectualmente que el hombre, el macho que se aterra ante su presencia y sólo parece quererla como cacho de carne consciente de que cualquier relación que vaya más allá de ese uso va a convertirlo en un cautivo del otro sexo. Una posición moral controvertida pero con la que Berlanga abrió la puerta a las nuevas masculinidades (y diversidad sexual, beso lésbico y travestismo incluido en la película que nos ocupa) que entrarían en juego poco después en el cine español y a la eliminación de ese prototipo de macho español, fuerte y autoritario, decente y poderoso, que el franquismo nos había metido por el gaznate durante demasiados años.

Y, técnicamente además, es una de las películas más impresionantes de Berlanga. Rodando por primera vez en color, lo usa no de forma naturalista sino para excitar la historia, captando la luz mediterránea casi paradisíaca y el colorido de las extranjeras frente a esa España tradicional que sigue viviendo literalmente en blanco y negro. El contraste de dos de las mejores escenas de la película (el velatorio doble hippies – señora de Burgos y la comitiva fúnebre por las calles del pueblo veraniego lleno de jóvenes extranjeros disfrutando del verano) son totalmente memorables en su forma visual (y en su surrealismo, especialmente ese velatorio que acaba mezclando sociedades aparentemente tan diferentes como muestra cómo la distancia entre nuestra sociedad nacionalcatólica y las demás no era tan natural como vendían sino una pura imposición a la fuerza). Y el final, ese final con López Vázquez persiguiendo un sueño que se escapa volando, con su cara de desesperación (impresionante su interpretación, por cierto, cómo es capaz de pasar del registro caricaturesco y bufo al dolor puro en unos pocos minutos) es mejor metáfora de España que la más explícita del final de La vaquilla, por citar el más famoso de los símbolos berlanguianos. Una película muy infravalorada y a revisar mucho.
Mogwai
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8
22 de junio de 2017
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Leía hace poco en la crítica de cierta película mítica de Ingmar Bergman que hay cineastas que cuentan y cineastas que dicen. Algo tan simple y evidente y aun así tan desconocido por buena parte del público. La dictadura de la literatura, lo llamo yo (esta vez sin copiarle el término a nadie). Hay gente que lo primero que hace al plantarse delante de un cuadro es preguntarse “qué significa” antes de mirarlo, o que no disfruta de determinada música (no olvidemos, la disciplina artística abstracta por excelencia) porque no la “entiende”. Y claro, “una buena película es la que cuenta una buena historia”. Ese axioma que automáticamente obvia cualquier otro tipo de cine cuya ambición no sea contar una historia. De forma linear, clara y cerrada, por supuesto, como un buen best-seller. Que es lo primero que se le pasa a uno por la cabeza cuando lee a alguien evidencia los puntos negativos de Magical Girl basándose en la falta de verosimilitud, en la poca lógica de algunas situaciones y en la falta de claridad y de coherencia (i.e. falta de escena final en la que el prota mira a cámara mientras empiezan a repetirse escenas clave de la película desde otro punto de vista para explicarnos de forma pedagógica e inequívoca la trama y el sentido de todo). Cuando uno busca en una obra algo que no hay y no lo encuentra acaba considerando que es la obra, y no su punto de vista, lo que falla.

Mundo. Demonio. Carne. Los tres enemigos del alma. Aquellos que acechan al hombre para atraerle al lado tenebroso y separarle de dios. Quizás los títulos de los tres capítulos traigan algo más de luz sobre el sentido (que no significado) de esta película realmente insólita y un tanto incomprendida. Vermut brilla en su representación de un mundo sórdido y desesperado, fruto de un modelo de sociedad en quiebra en que los individuos acaban perdiendo su sentido de la realidad y de la consecuencia de sus actos. En tres capítulos, con tres historias paralelas, logra transmitir esa sensación de podredumbre, de egoísmo (ni la pobre niña parece salvarse de un entorno en que todo el mundo quiere algo), de desesperación ante la falta de respuestas fáciles para poder seguir adelante. También de desorientación, de ese miedo que nos bloquea al vernos en situaciones excepcionales ante las cuales realmente no sabemos qué hacer, que nos lleva a reacciones extremas, pero también incomprensibles, inesperadas y absurdas.

Mundo. Demonio. Carne. Que por supuesto es también el título de un disco de Los Brincos. Reconozco que se me escapó la risa al ver el segundo rótulo a mitad de película y, en mi condición de desconocimiento ateo del concepto del párrafo anterior, lo identifiqué automáticamente con el grupo de pop cañí más brillante de los 60. Porque sí, hay mucho humor en Magical Girl, detalle que también parece escaparse de la mayoría de las críticas. Eso sí, humor negro, negrísimo, lacónico y absurdo. Sí que aciertan los que ven aquí un cierto paralelismo con las películas de Aki Kaurismäki; como nuestro rockabilly finlandés favorito, Vermut no está interesado tanto en representar la realidad como en crear una propia, absurda y grotesca pero profundamente coherente con sus principios (a las películas no hay que exigirlas verosimilitud por defecto, hay que exigirles coherencia interna) como forma para transmitir sus impresiones vitales.

Aunque si hay una comparación a coladero es sin duda con Luis Buñuel, especialmente en su etapa mejicana, esa en la que los dramas se le volvían cómicos y las comedias acababan estremeciendo. No es casualidad que Diamond Flash, el primer largo de Vermut, tuviese la etiqueta “surrealismo” al final de la ristra de géneros en que la clasificaban. Magical Girl ha perdido la etiqueta pero sólo aparentemente; aunque tampoco hay nada aquí que puede denominarse estrictamente surrealista, Vermut usa sus principios: sugerir y transmitir en lugar de contar. Y lo que sugiere y transmite Magical Girl es la visión de Vermut sobre esta sociedad, una sociedad extraña y turbia, atormentada y sádica, atada por lazos de sometimiento interno que poco a poco van socavando nuestra alma hasta convertirnos en peones sin conciencia. Y, por supuesto, profundamente absurda. Y lo hace de una forma poderosa, apabullante a veces en su sencillez y con un perfecto manejo de los recursos cinematográficos. Magical Girl no es una buena historia; es mejor. Una obra realmente insólita, incomprendida y absorbente. Si, al final, dos más dos siguen siendo cuatro.
Mogwai
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