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España España · Premià de Mar
Críticas de Martí
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Críticas 197
Críticas ordenadas por utilidad
8
10 de noviembre de 2022
120 de 142 usuarios han encontrado esta crítica útil
El verdadero espectáculo pirotécnico empieza cuando conocemos a Xan. Habla (o más bien brama) con sus colegas desde la mesa de un bar, de forma autoritaria. Expone la tesis de su discurso con agresividad, insistente, rebatiendo argumentos a cualquiera que le contradiga, ganando las discusiones más por desgaste que por convencer (casi se trata de un monólogo). A pesar del aire amical que pretende transmitir con sus chistes obscenos, puede percibirse, entre los que escuchan, cierto miedo a rebatirle. Por supuesto, esta genial introducción debe parte del éxito a la elección de Luís Zahera como protagonista de la misma, igual que a la brillantez de los diálogos y al resto de interpretaciones. Pero es el pulso de Sorogoyen el que termina de hipnotizarnos. El hecho de oír las palabras antes de ver quien las pronuncia, la cuidadosa exposición de encuadres desencajados, la larga duración de alguno de ellos, el tempo del montaje... lenguaje cinematográfico.

Finalizado el discurso, un brevísimo intercambio de palabras entre Xan y Antoine (un corpulento francés de clase acomodada con el que Xan pasa del gallego al español) instaura el verdadero argumento de la película. Este acontecimiento, de apenas unos segundos, cambia todo el rumbo: ahora estamos ante una secuencia de confrontación, digna de la envidia de cualquier western. Pero incluso antes del giro, ya cada segundo en ella resulta interesante. Así es como Sorogoyen nos obsequia con la maravillosa sensación de estar disfrutando de la película nada más empezarla, en un primer acto que mantiene el equilibrio adecuado entre naturalidad y manierismo. Casi todo el trabajo está formado por bloques como este. Paso a paso, el director y su coguionista Isabel Peña mantienen vivo el interés. Y resulta sorprendente la sensación de causalidad que logran transmitir teniendo en cuenta la gravedad de lo expuesto y lo impactante de las secuencias. Son autores que saben construir una película de carácter realista pero que, al mismo tiempo, destila cine por todas partes.

As bestas ha sido comparada más de una vez con Perros de paja y Defensa (títulos a los que me gustaría sumar el menos celebrado Despertar en el infierno, de Ted Kotcheff). Y, desde luego, existen semejanzas entre ellos. Pero si bien Peckinpah y Boorman terminaban por caer en el previsible retrato despectivo de las poblaciones periféricas (por más que ambos juzgaran con dureza a sus protagonistas), el trabajo de Sorogoyen y Peña contiene una reflexión algo más compleja. Por un lado, está la lucha de clases: Antoine, un ciudadano europeo acomodado, arde en deseos de utilizar sus conocimientos de erudito para rehabilitar una aldea despoblada del interior de Galicia; mientras que Xan, autóctono del lugar, no ve la hora de abandonar la granja a la que se siente encadenado desde el día de su nacimiento. De ahí, su discrepancia cuando el pueblo recibe una importante oferta para desalojar el territorio e instalar en él molinos de viento. Y la raíz de esta discrepancia, como puede verse con facilidad, esconde otra diferencia: las razones de Antoine responden a una ilusión, mientras que las de Xan son casi una necesidad.

Así, aquello que debería ser una iniciativa progresista termina por ejercer el tipo de opresión de clase que, precisamente, el propio progresismo insiste en condenar. Pero la cosa es todavía más compleja: Antoine sabe que el pueblo está siendo estafado, puesto que las tierras tienen un valor muy superior al número que la empresa ofrece. También sabe que la iniciativa no es menos contradictoria que su altruismo, ya que la construcción de los molinos (un proyecto presuntamente ecológico) provocaría un impacto ambiental que podría dañar bosque y montañas. En este aspecto, la película de Sorogoyen recuerda levemente al discurso de Carla Simón en Alcarràs: el ecologismo como arma de destrucción masiva del capitalismo. Ahí tenemos, pues, las dos grandes diferencias entre la película que nos ocupa y las de Peckinpah y Boorman: por una parte, y a diferencia de los segundos, Peña y Sorogoyen proponen una confrontación de clases en la que podemos entender a las dos partes. Por otra, allí donde los dos directores sólo veían el territorio ideal para indagar sobre el origen de lo salvaje y la violencia, guionista y directora ven una oportunidad para reflexionar sobre la complejidad de algunos de los conflictos occidentales más significativos de nuestros días.

Lo que sí comparten los tres títulos es su capacidad de sugerir espontaneidad, plasmando situaciones que, aún siendo extremas, responden a una causalidad llena de lógica, fruto del carácter de unos personajes muy creíbles. Ahí es donde se percibe el pulso de Sorogoyen: en su habilidad por impactar y ser transparente al mismo tiempo. Lástima que esta autoría también se reconozca en cierta tendencia a cerrar los relatos con una voz excesivamente amable, restando fuerza al producto (caso exagerado en la miniserie Antidisturbios). De ahí que los recuerdos más significativos de la película permanezcan en sus dos primeros actos, siendo el tercero correcto y bien presentado... pero quedando muy lejos de secuencias tan magnéticas como la conversación entre Antoine y los dos hermanos en la oscura taberna: aquel único plano que nos acerca, poco a poco, a esos tres rostros impenetrables, en un increíble ejercicio de tensión.
Martí
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6
21 de abril de 2018
97 de 139 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo mismo me pasó hace nueve años con Fantástico Sr. Fox: llegar a mitad de la película y descubrir que las formas son lo único que mantiene despierto mi interés. Sin duda es una coincidencia relacionada con el hecho de tratarse de los únicos títulos animados del director. Y no por que a un servidor le desagrade dicho género, sino más bien por el tipo de admiración que el autor me despierta: no es tanto su sello estético como su habilidad por perfilar guiones y personajes. Cabe reconocer que el autor de Rashmore hace años que utiliza la misma estrategia: el empleo de multitud de personajes, cuidadosamente distribuidos, para dibujar una historieta zigzagueante, que navega entre lo ingenuo y lo perverso. Ya sea mediante la interrupción de la comedia mediante twists dramáticos (casos de Life Aquatic y Viaje a Darjeeling), la resolución agridulce de una fábula abierta a lecturas trascendentales (caso de Moonrise Kingdom) o el uso de la nostalgia como analgésico edulcorado contra la imparable destrucción del tiempo (caso de The Grand Hotel Budapest), Wes Anderson siempre logra exprimir el músculo emocional del espectador, al menos durante unos minutos. Pero, al parecer, el apartado técnico acapara toda su atención cuando se mueve por el terreno de la animación.

Durante los primeros 20 minutos todo me parece sorprendente. La capacidad evocadora de Isla de perros es indiscutible. La película arranca con un fantástico prólogo acerca de una antigua leyenda relacionada con la enemistad entre perros y gatos. Una efectiva declaración de intenciones: el director logra que, de pronto, se me antoje apetecible el visionado de una serie de aventuras cuyo campo de batalla apenas traspasa el sector canino. La habilidosa mano de Alexander Desplat vuelve a marcar el tempo de los acontecimientos, en una perfecta sincronía con el montaje. La pretendida y exagerada dramatización de los diálogos por parte de un maravilloso reparto (Bryan Cranston, Edward Norton, Bill Murray y Jeff Goldblum entre los más reconocibles) crea un placentero efecto hipnótico, gracias al cual olvido rápidamente que los protagonistas no son más que muñecos parlantes con forma de perro. Sin olvidar el alto nivel del detalle: anderson idea cada plano sin descuidar ni un solo rincón. Gracias a ello, el (relativamente) ortopédico movimiento de los personajes queda perfectamente compensado por la compleja completitud de las imágenes, que a su vez casan fantásticamente con una elaborada edición de sonido. Todo este engranaje me mantiene fascinado hasta que descubrir que, en realidad, estoy contemplando el chasis de una máquina bacía.

Quiero anticiparme a la crítica más previsible: sí, soy consciente del trasfondo crítico que contiene el planteamiento inicial: los perros como metáfora de ciertos sectores sociales desfavorecidos, a quienes el gobierno señala como los responsables de un conflicto en realidad ideado y ejecutado por el mismo. Un punto de partida interesante, pero gastado tan prontamente como planteado. De hecho, llegado el segundo acto ya da la sensación de que Wes Anderson se limita a seguir el cauce de una serie de convenciones argumentales, sin más interés que el de terminar el relato de algún modo. Nada resulta conmovedor ni emocionante, solo monótono. Tal es el grado de conformismo, que incluso el canon falo-céntrico de la clásica historieta de aventuras hace su acto de presencia: el papel de los personajes femeninos no es otro que el de caer rendidos a los pies de sus admirados héroes. Y así, igual que en un primer momento el carácter ingenuo de la película parecía pertenecer exclusivamente al terreno formal (mientras que el argumento respondía a una reflexión seria acerca del racismo y la distinción de clases), todo el producto acaba adquiriendo un carácter previsible, simplista y prácticamente vacío.
Martí
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6
17 de noviembre de 2021
79 de 104 usuarios han encontrado esta crítica útil
Fist Cow y El poder del perro son dos westerns dirigidos por mujeres que se proponen deconstruïr el género masculino. Ang Lee intentó algo parecido hace dieciséis años con la oscarizada Brokeback Mountain, pero su caso fue muy distinto. De hecho, los dos primeros ejemplos casi me parecen el reverso del tercero. En el trabajo de Lee, el director de La tormenta de hielo incidía explícitamente en la orientación sexual de sus personajes, pero respetaba su actitud agresiva, esta que tan facilmente identificamos con «lo viril». En cambio, Kelly Reichardt y Jane Campion se centran precisamente en los comportamientos: sus trabajos no exploran la orientación sexual (no, al menos, de forma explícita) sino que reflexionan sobre el modo en que se relacionan ciertos hombres en un contexto histórico que nuestro imaginario ha inundado de masculinidad. Sólo el segundo caso, sin embargo, pone el foco en la tendencia esclavizadora que esta acarrea. Es la particularidad más remarcable de El Poder del Perro.

Hasta aquí el aspecto conceptual. En el terreno de lo formal, la nueva película de Campion me recuerda (siendo, que nadie se escandalice, creadores de productos muy distintos) al estilo narrativo de Ari Aster, Nicolas Winding Renf e incluso al del más popular Denis Villenueve. Son directores que (presuntamente) exprimen el potencial de todos los departamentos, buscando la degustación de cada plano mediante la ralentización del tempo del film. Esta especie de tendencia tiene, por lo general, un cálido acogimiento en el público de hoy, que fácilmente lo identifica con personalidad y autoría (sospecho que condicionado por la nostalgia hacia clásicos incontestables como Stanley Kubrick o Andrei Tarkovski). Sea como fuere, de todos ellos Campion me parece la más sincera. Porque, así como en los ejemplos citados suelo encontrar (con afortunadas excepciones) vacuas exhibiciones plásticas, en El poder de perro tuve la sensación de que la directora australiana jamás perdía de vista la razón de ser de su trabajo. Y es algo que, si bien no la salva de cierta auto-complacencia, sí consiguió mantener intacto mi interés por el relato.

Sin embargo, son estos pequeños residuos de auto-complacencia los que impiden al trabajo alzarse como una pieza redonda. Sí, los personajes son interesantes, sus interacciones atractivas y casi todos evolucionan de una forma muy creíble (en realidad, esto es lo que rescata El poder del perro de las garras de la mediocridad). Pero, desafortunadamente, Campion también sucumbe, en demasiadas ocasiones, a la tentación de priorizar el manierismo a una descripción más precisa de los personajes. De hecho, es una actitud que sobrevuela todo el producto: la directora casi siempre prefiere la fórmula de lo pictórico a la exposición de lo cotidiano. Por ejemplo, las relaciones y conflictos convivenciales son sugeridos por elementos plásticos (como la banda sonora o acciones empleadas a modo de metáfora) antes que expuestos de forma tangible y orgánica.

Con todo, el camino que trazan los personajes sigue resultando interesante. Y también, volviendo a lo comentado en el primer párrafo, la mentada deconstrucción de género. Porque, recuperando igualmente las “odiosas comparaciones”, así como Kelly Reichardt nos presentaba una (excelente) historia en donde la masculinidad jugaba un (importante) papel pero sin dejar de ser un elemento (no tan) secundario, en El poder del perro esta supone el motor principal de la trama. Sin ir más lejos, toda la involución de Phil no es otra cosa que la consecuencia de un descubrimiento de su propia personalidad, el surgimiento de una identidad no aceptada. O en el caso de Rose, estamos ante una mujer que carga con toda la presión masculina de cumplir con su condición de esposa, en ocasiones en forma de obligaciones y en otras de maltrato. Y esta focalización en el género representa algo bastante novedoso en el terreno del western; de ahí que, a pesar de sus defectos, El poder del perro sea un título reivindicable.
Martí
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8
1 de octubre de 2020
54 de 59 usuarios han encontrado esta crítica útil
La versatilidad es uno de los adjetivos más frecuentemente usados para señalar el talento de un actor. Viggo Mortensen da buen ejemplo de ello. Sin embargo, su caso es algo especial. La extensa filmografía que conforma su carrera no sólo es diversa en lo que a tipología de personajes se refiere. También contiene, por ejemplo, una gran variedad de géneros. Entre ellos se cuentan el cine de aventuras, el thriller, las adaptaciones literarias (e históricas), el futuro distópico, los dramas sociales e incluso un western y una comedia. Yendo un poco más allá, no es difícil observar que el actor entra y sale de los circuitos comerciales con notable regularidad. Es decir, que la filmografía de Mortensen también es variada en cuanto a recursos y “dimensiones económicas”. Por último, cabe destacar que sus personajes saltan de un país a otro, desde USA hasta Francia, pasando por España, Canadá o Argentina... y entre ellos podemos encontrar interpretaciones realizadas hasta en 5 idiomas (con acentos distintos en los casos del inglés y el español).

Sin embargo, existe cierto rasgo identitario en casi todos sus papeles. Pensemos en aquella mirada distante, aquella expresión de sabiduría modesta, aquella sugerencia de escepticismo con pequeños dejes de alma sufrida pero conformada. Casi podríamos decir que, salvando puntuales excepciones (casos como Green Book o Jauja), la carrera de Viggo Mortensen conforma una suerte de discurso. Algo parecido a la construcción de un personaje muy voluble, que solemos reconocer por su mirada trascendental e inconformista. Entonces, no es descabellado decir que estamos ante un actor en cuyo trabajo destaca cierta contraste: la versatilidad de sus trabajos frente a la (relativa) homogeneidad de la psique de sus personajes. Esta contraposición también la encontramos en su debut como director, y es una de las principales responsables de su maravilloso acabado.

Sin duda, lo más destacable de Falling es el personaje de Willis Peterson. Alma noble en su juventud, el peso de la vida lo convirtió primero en un patriota escarmentado, más tarde en un padre de familia fatigado, después en un patriarca severo y finalmente en un anciano irascible, conservador e intolerante. Sólo la buena relación que mantiene con su nieta da prueba de algún resto de su dañada nobleza. El principal punto fuerte de esta película reside en la capacidad de tan despreciable personaje por despertar interés e incluso compasión (no me atrevo a escribir ternura). En ese aspecto, y aún siendo películas muy distintas, el debut de Mortensen me recordó levemente al trabajo Mommy de Xavier Dolan. Ambas películas exponen enfrentamientos profundamente desagradables que, a pesar de su dureza y reiteración, no resultan repetitivos ni escabrosos. Y en ambos casos es el realismo i la credibilidad de sus directores (con estilos casi opuestos) el responsable de mantener vivo el interés.

Pero la contundente caracterización de dicho personaje es sólo una de las dos grandes cualidades de la película. La segunda, mucho menos homogénea, es el conjunto de pequeñas y dispares genialidades que pueden observarse en ella. Me permito citar algunos ejemplos. La frase de Willis que arranca los sollozos de su hijo bebé. La elegante introducción en la historia de la identidad sexual de John. La sutil forma de explicar por qué la familia Peterson no presenció la muerte de Gwen. El estallido de emociones que sugiere la última discusión entre padre e hijo. La decisión de recurrir a actores casi desconocidos. El inspirado desenlace en dónde una frase y una imagen dan cierre al discurso del director con absoluta discreción. Parece como si Viggo Mortensen hubiera almacenado durante años todo un conjunto de recursos, ideas y discursos que ahora dan a su película una preciosa y profunda personalidad. Algo a lo que se suma la increíble humildad con que el actor asume (y borda) su papel.

Como entredijimos, la contraposición de ambas cualidades da a la película un acabado muy parecido al de la carrera del actor: tanto en un caso como en el otro, estamos ante una tipología de personaje (relativamente) homogénea que tiene como contrapunto un conjunto de estímulos (no tan) heterogéneos. De ahí que Falling pueda entenderse como una película cocida a fuego lento, a golpe de experiencias, algunas adquiridas durante la carrera cinematográfica del actor y otras mucho antes. En resumen, existe una suerte de sinergia entre filmografía y película. Que son dos trabajos igualmente aplaudibles.
Martí
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6
19 de abril de 2024
58 de 73 usuarios han encontrado esta crítica útil
Alex Garland ha querido, por primera vez, desmarcarse del “producto de género”. Algo que no le ha impedido, sin embargo, conservar intacta la característica principal de toda su (corta) filmografía: la pretensión de originalidad, el ansia de proponer ideas (no necesariamente historias) sorprendentes. Tal vez una de las razones por las que el nombre del cineasta inglés ha logrado preservar, diez años después de su debut en la dirección (y tras dos títulos que quedaron lejos de lograr el aplauso unánime), el aura de expectativa. Y es que, a diferencia de otros directores de trayectoria semejante, como Ari Aster, Jordan Peele y Robert Eggers (me refiero a su número de trabajos y al compromiso con el “producto de género”), la de Alex Garland no ha sido capaz de reunir un grupo de seguidores especialmente compacto.

Su nuevo trabajo se centra, sobretodo, en dos grandes temas: la revuelta social y el periodismo. En lo que respecta al primero, Civil War presenta ciertos parecidos con el trabajo de Alfonso Quaron Hijos de los hombres, en parte por compartir con él el sello de road movie. Más allá de eso, dicho tema es casi un mero contexto, una herramienta que el director utiliza para exprimir el segundo hasta llegar a la tesis que persigue. De ahí que la película no plantee exactamente un escenario post-apocalíptico sino más bien un punto bisagra entre el estado del bienestar y el caos absoluto: lo que a Garland le interesa no es el propio escenario sino incidir en el modo en que los comportamientos individuales juegan un papel decisivo en el proceso multitudinario que acaba conduciendo al mismo (más adelante volveremos a ello).

Sobre el segundo tema, resulta casi inevitable pensar en títulos como El año que vivimos peligrosamente, Bajo el fuego o Salvador: películas que sitúan a sus protagonistas en medio de escenarios beligerantes. Pero si bien todos ellos entendían el periodismo como una herramienta reivindicativa (ya fuera a través del compromiso de los personajes o por el simple carácter de la película), Civil War orienta la denuncia (si es que la tiene) en otra dirección. En ese aspecto, Garland presenta el dispositivo periodístico de un modo muy parecido a cómo lo hacía Dan Gilroy en Nightcrawler: ambos directores reflexionan sobre las implicaciones éticas, morales y emocionales que sus personajes tienen (o no tienen) respecto al tipo de noticia que cubren.

Hablando en plata, ni Lou Bloom (Jake Gyllenhall en Nightcrawler) ni Lee (Kirsten Dunst en Civil War) se mueven por el compromiso social ni nada parecido: más bien todo lo contrario. Son personajes que persiguen la noticia sin ningún tipo de pretensión activista. Pero, incluso en ese aspecto, ambos trabajos contienen una notable diferencia: si Gilroy presentaba un protagonista cuya finalidad principal eran los altos índices de audiencia, los de Garland (Lee y su compañero Joel) entienden la noticia (sea en forma de artículo, de fotografía o de entrevista) como el propio objetivo. Es cierto que todos ellos se desentienden de la denuncia, la concienciación o el destape de grandes verdades, pero, a diferencia del primero, Lee y Joel ven el hallazgo del titular como el propio premio, prácticamente desligado de las consecuencias (en el caso de Bloom, la audiencia) que pueda comportar su descubierta.

Y es a través a esta desvinculación que Garland deja al descubierto la relación entre sus personajes y el contexto que les rodea. El modo que tiene, en definitiva, de hacer interactuar los dos temas principales de su película (periodismo y revolución social) para demostrar que, por más convencidos que estén Joel y Lee de su total desvinculación ética y emocional de cuanto les rodea, todo lo que ven acaba por incidir en sus vidas (tanto de forma psíquica —en forma de trauma—como física —su riesgo de muerte—). Pero hay algo más. Porque, en realidad, las acciones de los periodistas también condicionan el cauce de los acontecimientos. Lo demuestra, sin ir más lejos, el hecho de que el desenlace de la película tenga lugar por culpa de una decisión de Lee. Así es, de hecho, cómo Graland expone su tesis: de un modo un otro, la implicación es inevitable (las dos últimas frases de la película representan toda una declaración de intenciones, claramente orientada en esta dirección).

Para exponer todo eso, Garland construyendo su película mediante una sucesión de secuencias inquietantes y de resolución explosiva. El director quiere poner a sus personajes contra las cuerdas, forzarlos a llevar hasta las últimas consecuencias su pretendida impasibilidad. Y ahí es dónde el film choca con su punto flaco. Porque Civil War persigue aquel nerviosismo extremo tan reconocible como pocas veces conseguido, presente en secuencias como la que precede a la violación de Deliverance, la de la ruleta rusa de El cazador, la charla en la taberna de Malditos Bastardos o en la mayoría de puntos culminantes de la ya mencionada Hijos de los hombres. Un tipo de secuencia que Garland anhela e incluso logra presentar sin hacer el ridículo... pero cuyo resultado queda muy lejos de la majestuosidad que busca.

Y ello se debe, en parte, a que el director no logra quitarse de encima cierta sensación de dájà vu, detalle que impacta estrepitosamente con su ya mencionado objetivo principal: sorprender. De hecho, la mayoría de los giros resultan previsibles e incluso, en ocasiones, más bien poco creíbles. Y si bien es cierto que dichos defectos no impiden a Civil War alzarse como una película compacta, dotada de actuaciones notables y con una puesta en escena correcta, también lo es que las reconocibles ansias de originalidad de su director chocan de bruces con la mentada previsibilidad de sus secuencias y la linealidad de unas formas que acaban resultando poco más que funcionales.
Martí
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