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España España · Castellvell del Camp
Críticas de Jordirozsa
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Críticas 185
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
10 de septiembre de 2022
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Los nuevos comienzos, como hacia el que va la pareja protagonista de esta película, presentado a lo grande con la panorámica vista de pájaro de una carretera en medio de un bosque, en la que se ve su auto, minúsculo, dirigiéndose a su destino, hasta que la cámara nos centra en la cabina del vehículo, son un constante «leitmotif» en cintas de terror, generalmente ubicadas en casas y/o en vientres de madres que, por alguna razón u otra, solas o junto a su cónyuge, acaban viendo truncadas sus grandes esperanzas de futuro de mano de algun ente sobrenatural que les va a ciscar el invento.

El tema de la nueva maternidad/paternidad, incluído en los argumentos de espíritus o demonios, suele incorporar una vertiente dramática, con la que reforzar el sentimiento de identificación con los personajes principales, y un plus de angustia, puesto que son muchos mortales los que han vivido (o esperamos vivir), la experiencia de traer un nuevo ser al mundo.

Michael Winnick, director y escritor en “Malicious”, nos propone la base de esta receta, para la que usa, de forma muy tangencial y poco documentada, todo sea dicho, los referentes religiosos sobre la fertilidad, citando gráficamente en especial los de la cultura Maya, con una pequeña caja, que será el epicentro simbólico del «planting» en esta pelíula. Nada nuevo, por otra parte, ya que en la literatura conematográfica son varios los cineastas que han utilizado este objeto para representar el desate de una tormenta de acontecimientos malignos.

Sam Reimi, en 2012, ya produjo «El Origen del Mal» basándose en leyendas urbanas sobre la procedencia y efectos de una caja que, en ser abierta, producía efectos nefandos en las personas que la poseyeron. A partir de aquí, el encargo de Orne Bornedal de desarrollar un argumento sobre una niña que es poseída por un «dibbuk» (demonio en la mitología judía), cuando abre una caja que le habían regalado, y que contenía una serie de misteriosos objetos (se supone con los que se invocaba a la entidad maligna que quedaba presa en la caja, y se liberaba una vez abierta).

Este es un ingrediente que Winnick toma prestado, para justificar la irrupción, en las vidas de Adam y Lisa, la joven pareja que empieza su nueva vida, de un ente maligno que les va a amargar la existencia durante noventa minutos de metraje. Pero sin más profundizar en aspectos demonológicos, ni tampoco en las ancestrales creencias mayas sobre lo relacionado con la fertilidad, y la adoración a la diosa de la luna Ixchel, que representaba la humana preocupación sobre esta idea (todas las culturas cuya subsistencia ha dependido de la producción prodigada por la naturaleza, sin ir más lejos el Antiguo Egipto, han elaborado cultos a deidades dedicadas al trabajo de la tierra). Sin embargo, Winnick hace de ello un uso meramente circunstancial, desaprovechando todo el posible sustrato que podría haber dado de sí el sincretismo entre estos componentes. Con ello, su libreto, a pesar de resultar relativamente eficiente, queda superficial y vacuo, como la misteriosa caja de madera que la hermana de Lisa le regala (haciéndola llegar por correo antes de que los mismos nuevos inquilinos hagan su entrada oficial en el inmueble), que ya se podrían haber currado algo más, dándole un aire más tétrico y, sobre todo, auténtico, a pesar de que yo no he sido capaz de encontrar ninguna referencia a reliquias mayas en este formato. Y eso que, a parte de las matemáticas (igual que Adam), eran duchos a su manera en calendarios y previsiones (elaboraron una tabla para predecir el sexo de los neonatos, entre otros tantos artilugios).

El decente resultado del trabajo de realización, reside básicamente en la capacidad que tiene de crear una atmósfera suficientemente captivadora, y una notable habilidad para jugar con los pocos recursos con los que elaborar la factura técnica del filme. La fotografía de Felix Cramer hace coincidir bastante la alternancia de las escenas diurnas y nocturnas, con el set del campus donde Adam imparte sus clases, y el entorno de la misteriosa casa, respectivamente. Pero la parte esencial de la acción reside precisamente en la morada del joven matrimonio; y la sensación creciente de encarcelamiento (a parte de las dos fugaces escenas de la prisión) se debe a que el centro de gravedad se sitúa en el entorno del salón principal.

La notable banda sonora original sinfónica compuesta por Jeff Cardoni, que descaradamente bebe del estilo de Bernard Hermann, compositor fetitche de Alfred Hitchcock, tiene el innegable poder de potenciar el frenético ritmo al que nos abocará el desenlace de la historia, y de mantener el vilo en los dos primeros actos, hasta que tiene lugar la escena de la investigación «in situ» que el ciego catedrático de la universidad realiza en la casa para descubrir la naturaleza del espíritu maligno que por allí se pasea. Cardoni sabe traducir a la partitura los momentos de máxima tensión y de horror, perfectamente combinados con los temas líricos cuando se requiere la presencia de un mayor dramatismo.

A falta de efectos especiales espectaculares y de última generación, Winnick sabe jugar con los elementos convencionales de la escena y el maquillaje, aunque a veces éste puede rozar cotas de lo hilarante o ridículo (los ojos negros y ensangrentados de los demonios en las visiones, por ejemplo). Sin embargo, consigue infundir algo de pavor con los juegos de reflejos de los espejos, los movimientos lentos de cámara cuando, en vista de primera persona, va acercándose a ver lo que hay en la cuna vacía, o las alteraciones macabras en el cuadro de la mujer y los niños que preside la chimenea del salón.

En general los personajes, aunque poco elaborados, dan el pego, especialmente los dos femeninos; Lisa (Bojana Novakovic) y la «cabra loca», hecha a la suya e irresponsable que representa a su hermana Becky (Melissa Bolani). Ambas sostienen la actividad interpretativa ante unos más patosos y lacónicos personajes masculinos:
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Jordirozsa
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5
9 de septiembre de 2022
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Desde el incontestable precedente que estableciera en 1968 “Rosemary’s Baby” (muy mal traducida en nuestro idioma patrio, pues se carga toda su intencional magia), una innumerable cohorte de cineastas y/o productores se ha prodigado, durante los últimos 54 años, en explotar la temática del parto, los bebés, las mujeres embarazadas, y todo lo relacionado con esta maravillosa experiencia del ciclo vital de las personas, para inspirar inquietud, tensión, angustia… en definitiva… terror, en las comunidades consteladas de consumidores de este tipo de películas.

“Siembamba” (2017) lo hace con mayúsculas, y representa todo un “coup de force”, ya no sólo porque se suma a la reciente tendencia de buscar el foco de la tensión en el debate que se liza entre las supuestas presencias sobrenaturales y el estado mental de los protagonistas de cada historia, sino también porqué en este caso nos desmarcamos de un producto de la omnipresente industria norteamericana, para asistir a una no menos válida creación procedente de Sudáfrica.

Varias son las razones por las que diferentes cuadrillas de audiencia pudieron ver fallidas sus nobles perspectivas ante el visionado de una película que a duras penas recaudó un cuarto de millón de dólares, suma muy modesta, y seguramente deficitaria por muy bajo que fuese su presupuesto de partida. Ya sea porque quienes se esperaban un formidable despliegue de efectos especiales; los que anticiparon un rosario de sustos baratos en una trepidante sucesión de acción ininterrumpida; los que aguardaban una espectacular aparición del Demonio al estilo de cómo lo hiciera en su día el polémico Roman Polanski… cualquiera de estas o de otras muchas posibles coyunturas, propiciaron en su día, y todavía hoy, una retahíla de vilipendios. “Siembamba” es algo bastante incomprendido por un considerable espectro de los que la han visionado. Sólo el cartel con el cochecito representa un aspecto determinante a tener en cuenta, en el grado de disonancia entre lo que uno pueda esperar de la cinta, y lo que se halle finalmente en ella.

Dirigida por Darrell James Roodt, en cuyo currículo encontramos alguna que otra muestra de su incursión previa al terror, como por ejemplo en “Drácula 3000” (2004); y otras varias, de carácter dramático, área en la que el realizador johanesburgués siempre ha demostrado más interés y talento (Little One, 2012; Winnie, 2011; Yesterday, 2004; Llanto por la Tierra Amada, 1995; o Sarafina, 1992), “Siembamba”, o también llamada “The Lullaby”, es como un diamante. Procediendo del África austral, no todos han podido disfrutarlo: no sólo por la escasa predisposición a distribuirla a los mercados yanquie y europeo, sinó también porque no está especialmente pensada para palomiteros. Por otro lado, iluminados e intelectualoides la verán de reojo por una desigual comparación con otras clásicas de culto.

Una de las principales y más recurrentes quejas de comentaristas, tanto patrios como anglosajones, es que tanto la dirección de Roodt como el guion de Tarryn-Tanille Prinsloo no elaboran o explican convenientemente el fondo de los diferentes personajes (excepto el de Chloe, la protagonista, interpretado por la portentosa, en belleza y en arte, Raine Swart), ni suficientemente el de la historia que se está explicando durante los escasos 90 minutos de duración del film.

Personalmente no estoy totalmente de acuerdo con esta hipótesis, pues precisamente lo que hacen, tanto director como libretista, es ir dejando pistas en el bosque, como Pulgarcito sus miajas de pan, para no perderse en el camino.

Sólo con preámbulo, ya podemos tener idea del sustrato psíquico y espiritual narrativo: la visión simbólica de todo lo que los personajes viven y representan en lo que, a todas luces, parece una tragedia de la antigüedad. Ése, más que el cliché de terror, es el modelo o plantilla que se usa para construir el argumento.

A menudo me gusta citar a Carl Gustav Jung; no por la equivocada relación que el vulgo le atribuye con lo esotérico, aunque aquí precisamente sea una de las caras del doble filo de la hoja que esgrime Roodt, sino por todo lo que nos alumbra sobre la presencia y terrible influencia del inconsciente colectivo. Su arraigo sociocultural, que pesa como losa de mármol en el corpus de experiencias emocionales, cognitivas y conductuales de todo ser humano. Más, en la posible vulnerable situación psíquica de quien llega a ser madre por primera vez, sobre todo Chloe, que a sus 19 años se estrena en el menester.

La sofocante atmósfera, centrada escénicamente prácticamente en el entorno de la casa de su madre a donde ella vuelve embarazada de no se sabe quién, después de intentar romper e ir más allá de aquél cerco aprisionador; el entorno salvaje y algo despiadado de lo que representa la población de Eden Rock, está perfectamente representada gráficamente en el preámbulo: la situación de captura en un campo de concentración británico, donde los boers encerrados allí, además, tienen que soportar la presión asfixiante del fanatismo religioso. Éste, a pesar de la aparente secularización de una sociedad transformada (la colección de las mariposas del Dr.Timothy Reed, al que harán acudir a la protagonista, no intenta otra cosa que, aunque en vano, representar un proceso de metamorfosis), hace mella y permanece incrustado en un sustrato psicosocial comunitario, que en vez de ayudar a la atormentada mente, todavía contribuye más a empeorar su declive.

Tanto esta fotografía prelúdica del entorno, como los indicios que va dejando la acción, tanto a nivel de imagen (los recurrentes flashbacks que irán apareciendo hacia el tercer acto) como de repuntes del diálogo (en palabras del misterioso psiquiatra, a la madre de Chloe: “hemos sido algo más que terapeuta y paciente”), nos chivan lo que está sucediendo, y lo más probable que suceda en aras de la previsibilidad.

En la mítica cinta de 1968 de Roman Polanski no se desvela nada, en pro del auténtico delirio intuitivo.
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Jordirozsa
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7
5 de septiembre de 2022
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Si hay algo que es innegable en Jaume Balagueró, es su talento y capacidad para crear auténticas atmósferas y entornos fascinantemente terroríficos, tanto en el plano estético como en el conceptual. Si ponemos a parte sus dos entregas de REC (tanto la de 2007 como la de 2009, en las que el escenario y la temática cambian totalmente de tercio en la tónica general del cineasta), la construcción de contextos sobrecogedores, asfixiantes y lúgubres es el eficiente recurso del que se sirve para atraparnos en historias como ”Los Sin Nombre” (1999), “Darkness” (2002), “Frágiles” (2005) o “Mientras Duermes” (2011), sin contar con su considerable colección de cortos del género, en los que se prodiga en recrear tanto el recipiente como el contenido de sus elixires espiritosos del horror.

Por un lado, mima una factura técnica para que se confabulen siempre, en la mejor medida de lo posible, imagen, sonido, efectos, actores… para que el espectador viva la experiencia de las historias contadas como uno más de todos los elementos del set; y, por otra parte, consigue destilar, de conceptos y valores que fluyen de esas narraciones, el “Mal”, casi en lo que podría ser en esencia. Por ejemplo, en “Darkness” (2002) prima un progresivo sumergimiento del espectador en un túnel negro de maldad, magníficamente representado por la estructura de componentes gráficos, y el lenguaje simbólico de trasfondo de la película; y en “Mientas Duermes” (2011), extrae la pura vileza de un personaje que parece feliz por esto: por placer, sometiendo, humillando y hundiendo a todos los que están a su alrededor.

Sin embargo, lo hábil que se demuestra Balagueró en el despliegue de encuadres, ambientes, situaciones y personajes espeluznantes con los que describir una sobrecogedora e inhumana perniciosidad, no va parejo, por lo menos aparentemente, con una igual destreza y/o disposición para desarrollar guiones mínimamente comprensibles, funcionales y con un mínimo de estructura interna, sin que el público necesite imperiosamente una brújula o un navegador digital, para entender bién en qué punto se halla, del desarrollo de la trama, en un momento dado.

Podemos elaborar un sinfín de especulaciones sobre las razones por las que el propio director aparezca “de bracito” con otro coguionista cada vez que se lanza uno de sus estrenos: pura egolatria…; o necesidad de control en la realización de la película, en cuanto a plasmar la idea que él ya ha concebido en un principio…; o que, elaborado el “storyline”, se le haga demasiado indigesto hilvanar un libreto de probada complejidad, como suelen ser los de sus filmes…; y un largo etcétera de posibles motivaciones que hayan inducido a que nombres como Fernando de Felipe, Jordi Galcerán o, en el caso que nos ocupa, Fernando Navarro y el propio José Carlos Somoza, autor de la novela (“La Tercera Dama”), que presuntamente adapta “Musa” a la gran pantalla, figuren junto a Balagueró, como firmantes adjuntos del script (en el caso del primero, a quien tuve el placer de tener como profesor, la mejor de las contribuciones, sin duda, para “Darkness”).

Vistos sus largometrajes (excepto REC, ya que a mí me cuesta esto de las películas de cámara en mano, casi en formato videojuego), me reafirmo en la idea que he sostenido siempre, de que esto es como tocar el piano: una pieza a cuatro manos requiere una absoluta compenetración, y mucha coordinación entre los ejecutantes. Y el desigual resultado de las películas de marca “Balagueró”, en cuanto al desarrollo argumental me refiero, no siempre funcionan.

El leridano acostumbra a tener claro qué es lo que quiere, hasta donde quiere llegar, partiendo de una idea básica, embrionaria, que define la temática de cada uno de sus proyectos: sabe sentar los fundamentos, tiene muy visualizados los planos, y hasta es capaz de empezar a montar los andamios. Pero le pasa, sin que esté a su altura ni mucho menos, un poco como al genio Gaudí, que acababa perdiéndose en su universo, y acababa construyendo, y después dibujando (para desesperación, a veces, de los que con él, o bajo sus órdenes trabajaban).

En sus películas siempre está el tema de la raíz de la presencia del Mal; algo muy arraigado en nuestro imaginario colectivo, como para que un artista lo pase por alto en una de las obras en las que participa; de hecho, esta es la base que define el invento maligno que es la “etiqueta” del cine de terror. Lo llamo “invento maligno”, porque Balagueró introduce y se explaya también aquí en el drama y el romance: apela a la poesía como canal o medio (aunque sea al servicio de la atrocidad despiadada).

En cada trabajo suyo, Balagueró ha partido del Mal desde la visión de las mitologías y cultos arcaicos; de la perversa y enfermiza atracción por el Mal en sí mismo…; del Mal que proviene de seres del “más allá”, léase almas atormentadas y vengativas…; del Mal como “agujero negro” presente en la mente humana como motor y fuente de inspiración de sus acciones…; y, en “Musa” (2017), el Mal como expresión del vínculo del Ser Humano con poderosas entidades supra naturales que se vengan del poeta, al modo que los dioses lo hicieran con Prometeo, por robarles el fuego.

Un serio reto, puesto que en principio se trataba de trasladar una enrevesada urdimbre literaria, a la semiótica cinematográfica. Pero si tengo personalmente,algo bastante claro, para desesperación o avinagramiento de los lectores de José Carlos Somoza, es que Balagueró jamás tuvo en mente hacer, ni por asomo, una adaptación fidedigna de la novela del consagrado escritor. Como mucho, hablaríamos de “inspirada en…” o ”basada en…”. Pero de la manera en la que el realizador se pasa por el forro varios ingredientes contextuales y narrativos de la historia original, por no decir del corpus básico mitológico de las musas (en cuanto a su número, sus nombres, sus funciones… ) , tomándose las licencias que le vienen en gana, uno puede concluir que se trata de un simple intercambio de imagen publicitaria;
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Jordirozsa
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5
31 de agosto de 2022
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
La primera pregunta que se me ocurrió al terminar de ver “Don’t Sleep”(2017), fue si Rick Bieber, como normalmente hacen los bebés entre los 12 y los 18 meses, empezó a lanzarse a la aventura de los puzles, o es algo que sus papás no le proporcionaron hasta que ya las neuronas no le dieron más de sí para este menester. El caso es que, viendo los títulos de crédito finales, no hacía mucho olfato para adivinar que había varias cosas que no cuadran en un largometraje que parece hecho de una prenda vieja y deshilachada en su estructrura temática y argumental básica, con una serie de parcheados cuyo ensamblaje en el conjunto hacen una prenda que no colaría ni con la moda de vanguardia más extravagante.

Requiere un devaneo concienzudo de sesos, el poder hacerse una representación mental lógica de la trama de una cinta que, pudiendo ser simple y efectiva, con todo su potencial, no logra un correcto ensamblaje con el que montar la pieza; principalmente, en los elementos del guion que firma el propio director. Pero es que ya sin adentrarse en intentar comprender el contenido, sólo contemplando tan sólo la jeta de una película en la que no se apercibe la relación entre el cartel, la cita de Nietzsche inicial, o la infumable canción de los títulos de crédito finales “Devil Inside” (ya le vale al sinvergüenza de Andy Mendelson), podemos intuir sin demasiadas dificultades que la realización no es el fuerte de Bieber, ni los juegos de construcción y encaje, sus favoritos durante la tierna infancia.

Con otras tres películas en el bolsillo, cuyo guión además de la dirección fue también a su cargo, de las que cabe salvar en calidad a “The 5th Quarter”(2010), el peso específico del currículum de Rick Bieber se centra en la producción de numerosos filmes, muchos de ellos para la televisión por cable, así como la gerencia de varias empresas cinematográficas independientes, como la Stonebridge Entertaintment, que formó en sociedad con Michael Douglas.

Y con el financiero Ken Clark, fundó en 2015 la “Minds I Cinema”, que no es otra que la productora de “cine indie” que está detrás del caso que nos ocupa. Según el artículo de Patrick Hipes, del medio Hollywoodiense “Deadline” que anuncia la creación de dicha empresa, anuncia a bombo y platillo el inicio del rodaje de su primícia “The Other”, que no es otra que “Don’t Sleep”, que no fue lanzada hasta 2017. Ello explica la aparición post mortem en las pantallas, del veterano actor Alex Rocco (“El Padrino II”, 1972) quién a pesar de su condición de secundario, es la roca sobre la que se aguanta toda la estructura del elenco.

La dilación de casi dos años en el estreno de la película, y el cambio de título es algo que percibido en la base de nuestras fosas nasales nos indica ya que algo no rulaba bién en el proyecto.

Pero el pegote más escandaloso que canta como una almeja en el “sript”, cuando uno ya se ha metido en carril del mismo, y va siguiendo la evolución de los personajes, a la par que de la trama, es la rocambolesca historia, sin duda introducida con calzador, del pescador que se va a combatir a las cruzadas, y cuando regresa encuentra que su mujer fue violada hasta la muerte por vete a saber qué energúmeno.

El extraño cuento, que en un momento de delirio Jo (Drea de Matteo) explica a la pareja protagonista, y que vagamente queda figurada en las escenas oníricas, no acaba de cuajar en el decurso de la película, y se antoja como una especie de piedra en el zapato a medida que se camina en el devenir del metraje.

El libreto plantea la historia de un niño (Zach Bradford), interpretado en su etapa infantil por Dash Williams, que nos introduce la película con las pesadillas causadas (o consecuencia de), un posible trastorno mental del que será tratado por el Dr.Richard Sommers (Cary Elwes).

Sobre ello, durante todo el metraje, se irán desvelando oscuros secretos, cuya principal custodia es Cindy (Jill Henessey), la madre del muchacho. Poco a poco, nos ayudarán a entender lo que le está sucediendo al Zach adulto (Dominic Sherwood). Éste, recién graduado en Leyes, va a fundar un nuevo hogar con su pareja, Shawn, interpretada por la bellísima Charlbi Dean, de quién podemos destacar algunos títulos interesantes después de su participación en “Don’t Sleep”, como la sueca “El triángulo de la tristeza” (2022), “Una entrevista con Dios” y la serie de televisión “Black Lightning”, estas dos últimas de 2018.

Aunque aparentemente los cuidados el Dr. Sommers habían surtido efecto (y que incluían el internamiento del niño en una clínica donde le aplicaron terapia de electroshock), no hacen más que ocultar un temible mal que resurgirá de nuevo en su mente, para infortunio suyo y el de todos los que ahora forman parte de su círculo familiar y de amistades.

Paulatinamente, Zach va experimentando de nuevo las horribles pesadillas, y no sólo esto, sino que además está siendo víctima de una serie de visiones protagonizadas por un extraño y malévolo ente, que lo llevará a comportarse de forma errática y paranoica.

En todo el desarrollo de esta premisa, la tensión y el desasosegado vilo que se parece buscar en el espectador va creciendo a medida que se fortalece el debate entre la posible inestabilidad mental de un hombre en el que reaparece un supuesto trastorno disociativo de la personalidad (tal y como le explica Sommers a Zach, cuando vuelve a pedirle ayuda); o bien se trate realmente de un espíritu maligno que, tal y como vemos en sus sueños, pretende volver a apoderarse de él.

Aunque esta línea de acción parece simple y trillada, ya sabemos todos que en literatura ya no es tanto el contenido sino el arte de cómo se explica. Y en cierto modo, se consigue (aunque de manera desigual) con algunos de los componentes de la factura técnica: una potable fotografía, que logra unos buenos planos nocturnos exteriores (por no decir ya algunos diurnos, de especial belleza que describen la zona urbana de viviendas donde moran los Bradford y sus arrendadores);
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Jordirozsa
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6
30 de agosto de 2022
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Tengo muy buenas razones para conservar un gran recuerdo de mi viaje a Brasil, hace ya veintitrés años, cargado de sueños, carrera recién acabada y unas ganas horribles de huir de mi entorno natural. Eso es lo que, por lo menos conscientemente, creo, me mandó ahí, y para que mis padres se quedaran tranquilos de que no me largase sólo a Mozambique para vete a saber cuanto tiempo. O sea que ellos pusieron el billete de vuelta, y la compañía en esta aventura, que compartí con cuatro curas y un matrimonio paisano.

No se pueden imaginar ustedes el cúmulo de asociaciones, recuerdos, evocaciones, experiencias resucitadas… que me asaltaron de mi mozo viaje al otro lado del charco, a la lejana región “carioca” de Rondonia, cuando, unos años después, y ahora hace unos meses revisitada, vi “Turistas” (2006), de John Stockwell. Parecido a nuestros aventureros sajones, después de tres aviones, el viaje de cinco horas en autobús desde Porto Velho hasta Guajará-Mirim, nuestro destino final, en el que se nos hizo de noche, y en el que en una carretera que atravesaba el “mato” (o lo que quedaba de él) aparecieron “oropús”, una “sucurí” muerta y muchos agujeros en el firme del camino, fue lo primero que se me vino a la cabeza.

Parte de la angustia y tensión que percibí ambas veces que visioné el metraje, con las peripecias, desventuras, esperanzas, sufrimientos y multitud de perrerías por las que pasa el grupo de viajeros de “Lost in Paradise”, provino del inevitable proceso de identificación que realizé con cada uno de ellos y ellas. Por la montaña de elucubraciones del… “¿qué habría pasado si?”

Por ejemplo, si en nuestra primera escala en Salvador de Bahía, yo hubiese cedido a mis apetitos, y, separándome del grupo, me hubiese ido con un guapísimo chico que me estaba mirando, apoyado en un muro e intuyendo lo que yo deseaba.

Si, en una de las dos noches que pasamos allí, yo me hubiera ido en plena noche, también sólo, para buscar uno de estos sitios donde decían que hacían “auténticos” rituales candomblé o vudú, por los que profesaba auténtica fascinación…

Si allá donde morábamos, en Guajará, me hubiese dejado llevar por la pasión por una “rapazinha” local de la que me enamoré locamente, pero ya casada… o me hubiese aventurado a ir por la noche donde sabía que operaban serrerías de la red de deforestación ilegal de los “fazendeiros”, para tomar fotos.

O, en una escala de doce horas, en Sao Paulo, una ciudad inmensa, infinita… en el viaje de vuelta, cuando me puse en manos de un taxista, en busca de un lugar para descansar (pues estaba reponiéndome de una reacción alérgica de la que me trataron en el aeropuerto). El señor vino a recogerme a la hora pactada, pero podría haberme dejado en el motel de mala muerte donde dormí un tiempo, y vete tú a saber.

No fue difícil ponerme en el lugar de Alex (Josh Duhamel), Pru (Melissa George), Bea (Olivia Wilde), Finn (Desmond Askew), Amy (Beau Garret) o Liam (Max Brown), aunque yo, ni entonces con 24 añejos, poseía sus hermosas dotes anatómicas.

Y, aunque a diferencia de ellos, no fuimos de fiesteo, sino a levantar una cooperativa de pequeños agricultores, y afortunadamente volvimos sanos y salvos, su periplo provocó en mi mente un rebobinaje de imágenes que aparecieron, y unalud de condicionales (perfectos, imperfectos y pluscuamperfectos).

Dio la chanza que se trata de una historia contada y rodada en un país en el que estuve. Podría haber sido en cualquier otra parte del culo del mundo, o incluso en cualquiera de nuestras ciudades, o lugares comunes, en los que habitualmente pacemos. Asesinatos, robos, secuestros… a diario se suceden en todo rincón de cualquier sociedad. Así es en muchas de las películas de formato parejo al que nos presenta el Stockwell. Sin embargo, el director norteamericano, más proclive a la acción que al terror (y hasta me atrevería a decir que, en este caso, el terror es puramente accesorio, simplemente atribuído por la naturaleza de los hechos narrados y el continuo desasosiego que provocan), desubica el tradicional cliché del mal llamado “slasher”. Remodela el mismo esquema en un cocido que combina el suspense, el cine de viajes y aventureros, con toques de romance, e incluso alguno de comedia que, de forma bastante tópica, protagoniza el “donaire” de la tragedia, el británico Finn (referente es la escena en la que, desconcertado, ve a la prostituta con la que ha yacido en el chiringuito de la playa, agarrarle un fajo de billetes, aguando la fantasía del pobre “guiri”, de que aquello había sido un rollete idílico de bienvenida).

Enrique Chediak tiene la virtud de transportarnos a un entorno de exuberante belleza, tanto en las escenas de la playa, como en los adentros de la jungla, y muy especialmente el entorno del río, con su cascada y el entramado de pozas en las cavernas (bravo por las escenas subacuáticas de Peter Zuccarini, ducho en estos menesteres, como demostró en “La Vida de Pi” o “Piratas del Caribe”).

El director de fotografía elabora, con este encanto, que contrasta con la cruenta acción, un recorrido por el que el lugareño Kiko (Agles Steib), de muy dudosa lealtad, guiará a los perdidos y despojados visitantes a un lugar presuntamente seguro, después de haber sido drogados y robados en la playa; y casi echados a patadas por los habitantes de una aldea dejada de la mano de Dios, cuando despiertan e intentan buscar ayuda.

El tratamiento de la imagen en lo que respecta a los movimientos de cámara y el montaje, da a la cinta un aire documental; cierta dosis de realismo narrativo. También la dirección de actores, que figuran unos personajes (tanto héroes como villanos) que, aunque bastante estereotipados, procuran transmitir una naturalidad lo más cuotidiana posible. Incluso cuando, llegados al lugar supuestamente seguro, los chicos cosen la herida en la cabeza de Kiko (se había pegado un testarazo al arrojarse a la cascada para mostrarles parte de un camino que se tenía que hacer a nado).
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Jordirozsa
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