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Voto de Jordirozsa:
7
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Terror
Samuel Salomon, profesor de literatura, no pisa la universidad desde la trágica e inesperada muerte de su novia. Samuel sufre una recurrente pesadilla donde una mujer es brutalmente asesinada a través de un extraño ritual. De repente, la misma mujer que aparece todas las noches en su mente es hallada muerta en idénticas circunstancias a las de su sueño. Samuel se cuela decidido en la escena del crimen para averiguar la verdad, y conoce ... [+]
5 de septiembre de 2022
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Si hay algo que es innegable en Jaume Balagueró, es su talento y capacidad para crear auténticas atmósferas y entornos fascinantemente terroríficos, tanto en el plano estético como en el conceptual. Si ponemos a parte sus dos entregas de REC (tanto la de 2007 como la de 2009, en las que el escenario y la temática cambian totalmente de tercio en la tónica general del cineasta), la construcción de contextos sobrecogedores, asfixiantes y lúgubres es el eficiente recurso del que se sirve para atraparnos en historias como ”Los Sin Nombre” (1999), “Darkness” (2002), “Frágiles” (2005) o “Mientras Duermes” (2011), sin contar con su considerable colección de cortos del género, en los que se prodiga en recrear tanto el recipiente como el contenido de sus elixires espiritosos del horror.
Por un lado, mima una factura técnica para que se confabulen siempre, en la mejor medida de lo posible, imagen, sonido, efectos, actores… para que el espectador viva la experiencia de las historias contadas como uno más de todos los elementos del set; y, por otra parte, consigue destilar, de conceptos y valores que fluyen de esas narraciones, el “Mal”, casi en lo que podría ser en esencia. Por ejemplo, en “Darkness” (2002) prima un progresivo sumergimiento del espectador en un túnel negro de maldad, magníficamente representado por la estructura de componentes gráficos, y el lenguaje simbólico de trasfondo de la película; y en “Mientas Duermes” (2011), extrae la pura vileza de un personaje que parece feliz por esto: por placer, sometiendo, humillando y hundiendo a todos los que están a su alrededor.
Sin embargo, lo hábil que se demuestra Balagueró en el despliegue de encuadres, ambientes, situaciones y personajes espeluznantes con los que describir una sobrecogedora e inhumana perniciosidad, no va parejo, por lo menos aparentemente, con una igual destreza y/o disposición para desarrollar guiones mínimamente comprensibles, funcionales y con un mínimo de estructura interna, sin que el público necesite imperiosamente una brújula o un navegador digital, para entender bién en qué punto se halla, del desarrollo de la trama, en un momento dado.
Podemos elaborar un sinfín de especulaciones sobre las razones por las que el propio director aparezca “de bracito” con otro coguionista cada vez que se lanza uno de sus estrenos: pura egolatria…; o necesidad de control en la realización de la película, en cuanto a plasmar la idea que él ya ha concebido en un principio…; o que, elaborado el “storyline”, se le haga demasiado indigesto hilvanar un libreto de probada complejidad, como suelen ser los de sus filmes…; y un largo etcétera de posibles motivaciones que hayan inducido a que nombres como Fernando de Felipe, Jordi Galcerán o, en el caso que nos ocupa, Fernando Navarro y el propio José Carlos Somoza, autor de la novela (“La Tercera Dama”), que presuntamente adapta “Musa” a la gran pantalla, figuren junto a Balagueró, como firmantes adjuntos del script (en el caso del primero, a quien tuve el placer de tener como profesor, la mejor de las contribuciones, sin duda, para “Darkness”).
Vistos sus largometrajes (excepto REC, ya que a mí me cuesta esto de las películas de cámara en mano, casi en formato videojuego), me reafirmo en la idea que he sostenido siempre, de que esto es como tocar el piano: una pieza a cuatro manos requiere una absoluta compenetración, y mucha coordinación entre los ejecutantes. Y el desigual resultado de las películas de marca “Balagueró”, en cuanto al desarrollo argumental me refiero, no siempre funcionan.
El leridano acostumbra a tener claro qué es lo que quiere, hasta donde quiere llegar, partiendo de una idea básica, embrionaria, que define la temática de cada uno de sus proyectos: sabe sentar los fundamentos, tiene muy visualizados los planos, y hasta es capaz de empezar a montar los andamios. Pero le pasa, sin que esté a su altura ni mucho menos, un poco como al genio Gaudí, que acababa perdiéndose en su universo, y acababa construyendo, y después dibujando (para desesperación, a veces, de los que con él, o bajo sus órdenes trabajaban).
En sus películas siempre está el tema de la raíz de la presencia del Mal; algo muy arraigado en nuestro imaginario colectivo, como para que un artista lo pase por alto en una de las obras en las que participa; de hecho, esta es la base que define el invento maligno que es la “etiqueta” del cine de terror. Lo llamo “invento maligno”, porque Balagueró introduce y se explaya también aquí en el drama y el romance: apela a la poesía como canal o medio (aunque sea al servicio de la atrocidad despiadada).
En cada trabajo suyo, Balagueró ha partido del Mal desde la visión de las mitologías y cultos arcaicos; de la perversa y enfermiza atracción por el Mal en sí mismo…; del Mal que proviene de seres del “más allá”, léase almas atormentadas y vengativas…; del Mal como “agujero negro” presente en la mente humana como motor y fuente de inspiración de sus acciones…; y, en “Musa” (2017), el Mal como expresión del vínculo del Ser Humano con poderosas entidades supra naturales que se vengan del poeta, al modo que los dioses lo hicieran con Prometeo, por robarles el fuego.
Un serio reto, puesto que en principio se trataba de trasladar una enrevesada urdimbre literaria, a la semiótica cinematográfica. Pero si tengo personalmente,algo bastante claro, para desesperación o avinagramiento de los lectores de José Carlos Somoza, es que Balagueró jamás tuvo en mente hacer, ni por asomo, una adaptación fidedigna de la novela del consagrado escritor. Como mucho, hablaríamos de “inspirada en…” o ”basada en…”. Pero de la manera en la que el realizador se pasa por el forro varios ingredientes contextuales y narrativos de la historia original, por no decir del corpus básico mitológico de las musas (en cuanto a su número, sus nombres, sus funciones… ) , tomándose las licencias que le vienen en gana, uno puede concluir que se trata de un simple intercambio de imagen publicitaria;
Por un lado, mima una factura técnica para que se confabulen siempre, en la mejor medida de lo posible, imagen, sonido, efectos, actores… para que el espectador viva la experiencia de las historias contadas como uno más de todos los elementos del set; y, por otra parte, consigue destilar, de conceptos y valores que fluyen de esas narraciones, el “Mal”, casi en lo que podría ser en esencia. Por ejemplo, en “Darkness” (2002) prima un progresivo sumergimiento del espectador en un túnel negro de maldad, magníficamente representado por la estructura de componentes gráficos, y el lenguaje simbólico de trasfondo de la película; y en “Mientas Duermes” (2011), extrae la pura vileza de un personaje que parece feliz por esto: por placer, sometiendo, humillando y hundiendo a todos los que están a su alrededor.
Sin embargo, lo hábil que se demuestra Balagueró en el despliegue de encuadres, ambientes, situaciones y personajes espeluznantes con los que describir una sobrecogedora e inhumana perniciosidad, no va parejo, por lo menos aparentemente, con una igual destreza y/o disposición para desarrollar guiones mínimamente comprensibles, funcionales y con un mínimo de estructura interna, sin que el público necesite imperiosamente una brújula o un navegador digital, para entender bién en qué punto se halla, del desarrollo de la trama, en un momento dado.
Podemos elaborar un sinfín de especulaciones sobre las razones por las que el propio director aparezca “de bracito” con otro coguionista cada vez que se lanza uno de sus estrenos: pura egolatria…; o necesidad de control en la realización de la película, en cuanto a plasmar la idea que él ya ha concebido en un principio…; o que, elaborado el “storyline”, se le haga demasiado indigesto hilvanar un libreto de probada complejidad, como suelen ser los de sus filmes…; y un largo etcétera de posibles motivaciones que hayan inducido a que nombres como Fernando de Felipe, Jordi Galcerán o, en el caso que nos ocupa, Fernando Navarro y el propio José Carlos Somoza, autor de la novela (“La Tercera Dama”), que presuntamente adapta “Musa” a la gran pantalla, figuren junto a Balagueró, como firmantes adjuntos del script (en el caso del primero, a quien tuve el placer de tener como profesor, la mejor de las contribuciones, sin duda, para “Darkness”).
Vistos sus largometrajes (excepto REC, ya que a mí me cuesta esto de las películas de cámara en mano, casi en formato videojuego), me reafirmo en la idea que he sostenido siempre, de que esto es como tocar el piano: una pieza a cuatro manos requiere una absoluta compenetración, y mucha coordinación entre los ejecutantes. Y el desigual resultado de las películas de marca “Balagueró”, en cuanto al desarrollo argumental me refiero, no siempre funcionan.
El leridano acostumbra a tener claro qué es lo que quiere, hasta donde quiere llegar, partiendo de una idea básica, embrionaria, que define la temática de cada uno de sus proyectos: sabe sentar los fundamentos, tiene muy visualizados los planos, y hasta es capaz de empezar a montar los andamios. Pero le pasa, sin que esté a su altura ni mucho menos, un poco como al genio Gaudí, que acababa perdiéndose en su universo, y acababa construyendo, y después dibujando (para desesperación, a veces, de los que con él, o bajo sus órdenes trabajaban).
En sus películas siempre está el tema de la raíz de la presencia del Mal; algo muy arraigado en nuestro imaginario colectivo, como para que un artista lo pase por alto en una de las obras en las que participa; de hecho, esta es la base que define el invento maligno que es la “etiqueta” del cine de terror. Lo llamo “invento maligno”, porque Balagueró introduce y se explaya también aquí en el drama y el romance: apela a la poesía como canal o medio (aunque sea al servicio de la atrocidad despiadada).
En cada trabajo suyo, Balagueró ha partido del Mal desde la visión de las mitologías y cultos arcaicos; de la perversa y enfermiza atracción por el Mal en sí mismo…; del Mal que proviene de seres del “más allá”, léase almas atormentadas y vengativas…; del Mal como “agujero negro” presente en la mente humana como motor y fuente de inspiración de sus acciones…; y, en “Musa” (2017), el Mal como expresión del vínculo del Ser Humano con poderosas entidades supra naturales que se vengan del poeta, al modo que los dioses lo hicieran con Prometeo, por robarles el fuego.
Un serio reto, puesto que en principio se trataba de trasladar una enrevesada urdimbre literaria, a la semiótica cinematográfica. Pero si tengo personalmente,algo bastante claro, para desesperación o avinagramiento de los lectores de José Carlos Somoza, es que Balagueró jamás tuvo en mente hacer, ni por asomo, una adaptación fidedigna de la novela del consagrado escritor. Como mucho, hablaríamos de “inspirada en…” o ”basada en…”. Pero de la manera en la que el realizador se pasa por el forro varios ingredientes contextuales y narrativos de la historia original, por no decir del corpus básico mitológico de las musas (en cuanto a su número, sus nombres, sus funciones… ) , tomándose las licencias que le vienen en gana, uno puede concluir que se trata de un simple intercambio de imagen publicitaria;
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
una simbiosis en la que ambos, novelista y director, salen beneficiados en cuanto a sus respectivos productos. Ambos resultan eficaces instigadores para consumir el del otro; prueba más fehaciente que mi deseo de leer, desde que vi “Musa”, la “Dama Número Trece”, y ahora está en mi lista prioritaria de libros de cabecera, al menos por mi parte, no hay.
La esencia de “Muse” no habría cambiado si en vez de musas y poesía, Balagueró hubiese recurrido al recurso de las brujas, los conjuros y los aquelarres (que es de lo que indiscutible pinta tiene, el contubernio de las siete pajarracas malas que aparecen ahí). Por un lado ya demasiado manido en nuestro castizo imaginario, pero sin embargo todavía para la constelación de consumidores anglosajones (target incluído en esta película, por ser de coproducción de varios países, y con participación de artistas yanquis) que, aunque avezados al tema de la hechicería, el que ésta sea marca “spanish”, les da el morbillo de lo exótico (vale decir que para oprobio de los locales). Sin embargo, se salpimienta y ornamenta el guiso con la ficción renacentista de las tipas que se supone inspiraban las mentes de los artistas. Sobra decir, que estas criaturas de la mitología griega no poseían el carácter malévolo que en esta ficción se les confiere (ahí dejo en el aire el simbolismo que pueda representar, o no, el punto de perfídia y sadismo encarnado en una figura femenina hacia un atormentado anciano, encarnado por el veterano Christopher Lloyd, agradable sorpresa en el elenco de reparto).
Los hombros de la pareja protagonista son demasiado enclenques y poco entrenados para soportar el peso de tamaño monumento, que es “Muse”… hay esfuerzo, pero poca eficiencia en los procesos interpretativos, que en cambio sí veíamos en Karra Elejalde, Emma Vilarassau en “Los Sin Nombre” (1999), o la garra de Iain Glen, Giancarlo Giannini, Fermí Reixach o Felé Martínez en “Darkness” (2002).
La fotografía de Pablo Rosso da buena cuenta de las expectativas en la recreación de espacios (tanto interiores como exteriores) lúgubres e inquietantes, reforzado con la localización escénica en Irlanda, un país que de por sí ya nos inspira melanconía, tristeza, cielos plumbizos y paisajes chubascosos en los que la semioscuridad y la penumbra son más eficientes en el infundio del desasosiego como preludio del pánico, que el mismísmo terror de la oscuridad.
Por el contrario, este “mood” creado contribuye a la penosa y pesada marcha lenta de una acción que requiere un ritmo parsimonioso (incluída la personaja interpretada por Joanne Whalley, que las veces hace de apuntador o guía turístico para rellenar con sus explicaciones los huecos o elipsis en la historia), a fin de evitar que los espectadores se pierdan con facilidad.
La poderosa banda sonora sinfónica de Stephen Rennicks, en cambio, procura conceder a la cinta el aire de tensión, misterio y frenetismo que otros elementos le restan, excepto en los momentos en los que la languidez de las notas del piano se deben al cariz nostálgico y romántico (oh novedad en Balagueró!), que se quiere imprimar. De hecho, esta parte más dramática, en la que la parte más cándida de los protas queda al desnudo, es el motor, el valor que motivará en la resolución a un mediocrillo Elliot Cowan (Salomon), a no dejarse engatusar por las tipas malas, y decidir rebanarle al cuello a la que, de ellas, se hace pasar por su verdadero y eterno amor; la que, por éste, se autoinmola al principio para intentar al final, jugársela.
No hay que ver el film bajo el prisma de la adaptación cinematográfica de unalibro, en su más puritano y estricto sentido, pues desde este punto de vista estaríamos hablando de un auténtico fraude o churro; sino que, partiendo de la óptica genuina de Balagueró, pues ya le conocemos lo suficiente como para hacerle tal concesión, estamos ante un artículo de propia manufactura artesana, sólo que inspirado (y nada más que eso), en el mito de las musas.
La esencia de “Muse” no habría cambiado si en vez de musas y poesía, Balagueró hubiese recurrido al recurso de las brujas, los conjuros y los aquelarres (que es de lo que indiscutible pinta tiene, el contubernio de las siete pajarracas malas que aparecen ahí). Por un lado ya demasiado manido en nuestro castizo imaginario, pero sin embargo todavía para la constelación de consumidores anglosajones (target incluído en esta película, por ser de coproducción de varios países, y con participación de artistas yanquis) que, aunque avezados al tema de la hechicería, el que ésta sea marca “spanish”, les da el morbillo de lo exótico (vale decir que para oprobio de los locales). Sin embargo, se salpimienta y ornamenta el guiso con la ficción renacentista de las tipas que se supone inspiraban las mentes de los artistas. Sobra decir, que estas criaturas de la mitología griega no poseían el carácter malévolo que en esta ficción se les confiere (ahí dejo en el aire el simbolismo que pueda representar, o no, el punto de perfídia y sadismo encarnado en una figura femenina hacia un atormentado anciano, encarnado por el veterano Christopher Lloyd, agradable sorpresa en el elenco de reparto).
Los hombros de la pareja protagonista son demasiado enclenques y poco entrenados para soportar el peso de tamaño monumento, que es “Muse”… hay esfuerzo, pero poca eficiencia en los procesos interpretativos, que en cambio sí veíamos en Karra Elejalde, Emma Vilarassau en “Los Sin Nombre” (1999), o la garra de Iain Glen, Giancarlo Giannini, Fermí Reixach o Felé Martínez en “Darkness” (2002).
La fotografía de Pablo Rosso da buena cuenta de las expectativas en la recreación de espacios (tanto interiores como exteriores) lúgubres e inquietantes, reforzado con la localización escénica en Irlanda, un país que de por sí ya nos inspira melanconía, tristeza, cielos plumbizos y paisajes chubascosos en los que la semioscuridad y la penumbra son más eficientes en el infundio del desasosiego como preludio del pánico, que el mismísmo terror de la oscuridad.
Por el contrario, este “mood” creado contribuye a la penosa y pesada marcha lenta de una acción que requiere un ritmo parsimonioso (incluída la personaja interpretada por Joanne Whalley, que las veces hace de apuntador o guía turístico para rellenar con sus explicaciones los huecos o elipsis en la historia), a fin de evitar que los espectadores se pierdan con facilidad.
La poderosa banda sonora sinfónica de Stephen Rennicks, en cambio, procura conceder a la cinta el aire de tensión, misterio y frenetismo que otros elementos le restan, excepto en los momentos en los que la languidez de las notas del piano se deben al cariz nostálgico y romántico (oh novedad en Balagueró!), que se quiere imprimar. De hecho, esta parte más dramática, en la que la parte más cándida de los protas queda al desnudo, es el motor, el valor que motivará en la resolución a un mediocrillo Elliot Cowan (Salomon), a no dejarse engatusar por las tipas malas, y decidir rebanarle al cuello a la que, de ellas, se hace pasar por su verdadero y eterno amor; la que, por éste, se autoinmola al principio para intentar al final, jugársela.
No hay que ver el film bajo el prisma de la adaptación cinematográfica de unalibro, en su más puritano y estricto sentido, pues desde este punto de vista estaríamos hablando de un auténtico fraude o churro; sino que, partiendo de la óptica genuina de Balagueró, pues ya le conocemos lo suficiente como para hacerle tal concesión, estamos ante un artículo de propia manufactura artesana, sólo que inspirado (y nada más que eso), en el mito de las musas.