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Voto de Tiggy:
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Cine negro. Thriller. Intriga. Drama
En un momento crucial de su vida financiera, Gondo (Toshirô Mifune), un directivo de una importante empresa de zapatos, recibe la noticia de que su hijo ha sido secuestrado. El rescate exigido es una gran cantidad de dinero, pero Gondo la necesita para cerrar una negociación que le dará el control de la empresa. (FILMAFFINITY)
10 de julio de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La estricta humanidad del Bushidō es algo que Kurosawa siempre ha traducido en sus personajes, de una forma u otra, pretendiendo una perfeccionista búsqueda de la verdad moral, temas que ya usó en grandes de sus obras cumbre como Rashomon (1950) o Los siete samuráis (1954), y que ha tomado como propia en este policíaco adaptando de nuevo la cultura occidental, impregnada de una filosofía familiar capaz de acercar el cine oriental a un público más allá de sus fronteras, visto es otras de sus obras maestras como Trono de sangre (1957) y su lucha entre el bien y el mal o el carpe diem de Vivir (Ikiru) (1952). Repasando la incansable visión de un maestro sobre la dualidad psicológica, quizás El infierno del odio sea, después de El ángel borracho (1948), la obra que más profundiza en una lucha de clases derivada del yin y yang.
Con una puesta en escena instantánea del personaje sobre el que gira la obra, el señor Kingo Gondo (Toshirō Mifune), con unas convicciones, integridad e intereses inquebrantables e intransferibles, Kurosawa pone sobre la mesa la involucración asiática de la sociedad con el trabajo, dibujando tanto un protagonista que proyecta las grandes esferas de la sociedad nipona como, más importante, una severidad ahogada en dudas humanistas introductorias de la bondad de un hombre avasallado por un envidioso odio existencialista ajeno a sus circunstancias. Con una narración pausada pero que no deja instante para el reposo, en sus 143 minutos el director, adaptando de forma personal El secuestro del rey de Ed McBain (pseudónimo de Evan Hunter), hace una disección completa, paso a paso, de una investigación policíaca para dar con el responsable del secuestro, extorsión, robo y asesinato que, con un proceder gélido como un iceberg, choca con la ambiciosa vida del empresario de una multinacional zapatera, hundiéndolo como el Titanic en su último esprint hacia el summum de su carrera profesional.
Muy pocos policíacos se han movido con el cine negro alcanzando tales cotas de ambición y optimización, más aún teniendo en cuenta la libertad con la que el director construye su ideario ontológico en el que muestra su interés por el saber de la vieja Europa, recreándose en Friedrich Nietzsche, Sigmund Freud o Sócrates, pasando por William Shakespeare, y asentados en el ideario zen de la cultura japonesa como el confucianismo o el sintoísmo. Todo ello construye los pesados cimientos de la mirada del samurái de un director inquieto que, en base a un interés justiciero, hace una de las más impresionantes historias de crueldad, lucha de clases y venganza poética vistas en una pantalla, cocinada desde los hornos de Kurosawa Productions Co. y Toho, iconográfico dúo de la historia del cine japonés.
El planteamiento inicial, donde se sitúa al rey del tablero, al más alto eslabón de la sociedad en una lucha de poder por conseguir más, marca un primer arco descomunal donde se descompone la falsa apariencia del Sr. Gondo a golpe de dudas morales marcadas por el resto de personajes, agentes externos instigadores del justo veredicto final: su mujer, Reiko Gondo (Kyōko Kagawa), su mano derecha, Kawanishi (Tatsuya Mihashi), los detectives involucrados en la investigación y, el más importante, su chófer Aoki (Yutaka Sada), daño colateral con el que Kurosawa nos arroja la potentísima reflexión que mueve toda la primera parte.
La segunda parte, la de la exhaustiva investigación policial que deja en segundo plano al Sr. Gondo para ser conducida por el detective Tokura (Tatsuya Nakadai), sigue con una precisión inhumana los procedimientos para encontrar al criminal, del que en la transición conocemos su rostro, incluso su obsesión, mediante pequeños detalles reflejos de una personalidad absolutamente desquiciada, como el interés por conocer el hundimiento del empresario en el que se regocija mirando los periódicos o el entorno donde vive, que más tarde explicará. El cambio de sus personajes principales según avanza la investigación marca uno de los temas, la concepción de unos sobre los otros; el Sr. Gondo, pareciendo un tirano, se muestra de un espíritu bondadoso que abraza la sociedad por sus actos, entre ellos, unos policías recelosos por su estatus social, concentrado en la figura del detective jefe (Kenjirō Ishiyama). El espacio fílmico adquiere una importancia inexorable para terminar de moldear las causalidades, entornos y móviles que proveen a sus personajes del último componente para completar la maquinaria ideológica expuesta por Kurosawa, juzgando a sus compatriotas.
La iluminación y situación de personajes en plano es tan impecable que se incrustan en la retina, deseando que nunca cambiara el fotograma. Como he dicho, el espacio fílmico es un elemento de gran peso que eleva el mensaje de Kurosawa, por el uso de un entorno tan armonioso, bien distribuido, cuidado e iluminado donde se desarrolla todo el planteamiento, desmoronándose y oscureciéndose según avanza la trama al ritmo de la caída de sus personajes. El Sr. Gondo pasa de estar próximo a la cámara, siendo el punto focal de acción en plano, a alejarse cada vez más jugando con la profundidad de campo y quedando apartado con planos lejanos y muy poca iluminación, dándose un protagonismo creciente al relevo llevado por los jefes inspectores, que dominarán el segundo arco, mediado por la interacción indirecta entre el empresario y el secuestrador a través de un metafórico tren que representa ese viaje del cielo al infierno.
En el segundo acto, el cambio drástico de esa perfección divina en la casa del Sr. Gondo es sustituida por una escenografía industrial y urbana que desciende gradualmente a través de las clases sociales, mostrándose cada vez más bulliciosa, sucia y milimétricamente descolocada, henchida de una gran cantidad de elementos y movimiento en plano que otorgan un carácter realista y próximo al espectador, donde los policías parecen tendernos la mano para que no nos perdamos por las alocadas calles de Japón.
Una obra maestra.
Con una puesta en escena instantánea del personaje sobre el que gira la obra, el señor Kingo Gondo (Toshirō Mifune), con unas convicciones, integridad e intereses inquebrantables e intransferibles, Kurosawa pone sobre la mesa la involucración asiática de la sociedad con el trabajo, dibujando tanto un protagonista que proyecta las grandes esferas de la sociedad nipona como, más importante, una severidad ahogada en dudas humanistas introductorias de la bondad de un hombre avasallado por un envidioso odio existencialista ajeno a sus circunstancias. Con una narración pausada pero que no deja instante para el reposo, en sus 143 minutos el director, adaptando de forma personal El secuestro del rey de Ed McBain (pseudónimo de Evan Hunter), hace una disección completa, paso a paso, de una investigación policíaca para dar con el responsable del secuestro, extorsión, robo y asesinato que, con un proceder gélido como un iceberg, choca con la ambiciosa vida del empresario de una multinacional zapatera, hundiéndolo como el Titanic en su último esprint hacia el summum de su carrera profesional.
Muy pocos policíacos se han movido con el cine negro alcanzando tales cotas de ambición y optimización, más aún teniendo en cuenta la libertad con la que el director construye su ideario ontológico en el que muestra su interés por el saber de la vieja Europa, recreándose en Friedrich Nietzsche, Sigmund Freud o Sócrates, pasando por William Shakespeare, y asentados en el ideario zen de la cultura japonesa como el confucianismo o el sintoísmo. Todo ello construye los pesados cimientos de la mirada del samurái de un director inquieto que, en base a un interés justiciero, hace una de las más impresionantes historias de crueldad, lucha de clases y venganza poética vistas en una pantalla, cocinada desde los hornos de Kurosawa Productions Co. y Toho, iconográfico dúo de la historia del cine japonés.
El planteamiento inicial, donde se sitúa al rey del tablero, al más alto eslabón de la sociedad en una lucha de poder por conseguir más, marca un primer arco descomunal donde se descompone la falsa apariencia del Sr. Gondo a golpe de dudas morales marcadas por el resto de personajes, agentes externos instigadores del justo veredicto final: su mujer, Reiko Gondo (Kyōko Kagawa), su mano derecha, Kawanishi (Tatsuya Mihashi), los detectives involucrados en la investigación y, el más importante, su chófer Aoki (Yutaka Sada), daño colateral con el que Kurosawa nos arroja la potentísima reflexión que mueve toda la primera parte.
La segunda parte, la de la exhaustiva investigación policial que deja en segundo plano al Sr. Gondo para ser conducida por el detective Tokura (Tatsuya Nakadai), sigue con una precisión inhumana los procedimientos para encontrar al criminal, del que en la transición conocemos su rostro, incluso su obsesión, mediante pequeños detalles reflejos de una personalidad absolutamente desquiciada, como el interés por conocer el hundimiento del empresario en el que se regocija mirando los periódicos o el entorno donde vive, que más tarde explicará. El cambio de sus personajes principales según avanza la investigación marca uno de los temas, la concepción de unos sobre los otros; el Sr. Gondo, pareciendo un tirano, se muestra de un espíritu bondadoso que abraza la sociedad por sus actos, entre ellos, unos policías recelosos por su estatus social, concentrado en la figura del detective jefe (Kenjirō Ishiyama). El espacio fílmico adquiere una importancia inexorable para terminar de moldear las causalidades, entornos y móviles que proveen a sus personajes del último componente para completar la maquinaria ideológica expuesta por Kurosawa, juzgando a sus compatriotas.
La iluminación y situación de personajes en plano es tan impecable que se incrustan en la retina, deseando que nunca cambiara el fotograma. Como he dicho, el espacio fílmico es un elemento de gran peso que eleva el mensaje de Kurosawa, por el uso de un entorno tan armonioso, bien distribuido, cuidado e iluminado donde se desarrolla todo el planteamiento, desmoronándose y oscureciéndose según avanza la trama al ritmo de la caída de sus personajes. El Sr. Gondo pasa de estar próximo a la cámara, siendo el punto focal de acción en plano, a alejarse cada vez más jugando con la profundidad de campo y quedando apartado con planos lejanos y muy poca iluminación, dándose un protagonismo creciente al relevo llevado por los jefes inspectores, que dominarán el segundo arco, mediado por la interacción indirecta entre el empresario y el secuestrador a través de un metafórico tren que representa ese viaje del cielo al infierno.
En el segundo acto, el cambio drástico de esa perfección divina en la casa del Sr. Gondo es sustituida por una escenografía industrial y urbana que desciende gradualmente a través de las clases sociales, mostrándose cada vez más bulliciosa, sucia y milimétricamente descolocada, henchida de una gran cantidad de elementos y movimiento en plano que otorgan un carácter realista y próximo al espectador, donde los policías parecen tendernos la mano para que no nos perdamos por las alocadas calles de Japón.
Una obra maestra.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Exponiendo un simbolismo que va más allá de su significado concretado, y que luego comentaré, los dos personajes principales que componen la obra hacen referencia exacta al título original, High and Low (alto y bajo); Sr. Gondo y Ginjirô Takeuchi (Tsutomu Yamazaki) respectivamente, y cómo estas dos posiciones pueden ser intercambiadas. El cielo y el infierno convergiendo y alejados por el purgatorio, como se cita textualmente en la película, representando el primero por la majestuosa casa en la colina del empresario, desprendiendo un aura celestial y soberbia frente al infierno de los bajos fondos, alocados e inmisericordes con sus lugareños, separados por la sociedad media donde comienza la investigación del crimen, el purgatorio. El corazón, compartido a través de las miradas, va a ser el juez de los pensamientos de sus personajes; dependiendo del hartazgo que uno tenga sobre sí mismo y sobre su vida, como decía Nietzsche, la visión del mundo que nos rodea se verá deformada hasta encontrar el motor vital de cada persona, en este caso, el odio, coagulado en la herida abierta de la atormentada vida de Takeuchi, arrancando la costra taponadora de la sangre hasta que borbotea en forma de fuente de maldad, de la peor cara del existencialismo. Una maravillosa antítesis de personajes, digna de estudio.
El simbolismo que maneja El Emperador para reforzar su crítica es demoledor, empezando por ese humo rosa, aún siendo una película en blanco y negro (algo que repetiría con la barba del Dr. Barbarroja en su película de 1965), el humo simbolizando el cambio o la resurrección (fuego, cenizas y humo) hacia el cielo, como el Ave Fénix, representado por el Sr. Gondo y su forzoso cambio conceptual del mundo que lo rodea, haciéndolo mejor persona. El rosa, por otra parte, es un color que invita a ser amable y a sentir amor, cariño y protección por el prójimo, sentimiento que, a pesar de las apariencias, siempre estuvo presente en el personaje de Mifune. Por otro lado, el clavel rojo que coloca sobre su camisa blanca Takeuchi en el último acto es un símil de la bandera japonesa (un punto rojo redondo sobre un fondo blanco), dando a entender lo desilusionado de Kurosawa con una parte de la sociedad que, de forma hipócrita, utilizan sus símbolos nacionales como señuelo para sus intereses y, una vez conseguidos, se despojan de ellos, como Takeuchi del clavel. Irónicamente, el detective Arai (Isao Kimura) se pregunta si es el día de la madre al visualizar la compra de la flor.
La inmaculada fotografía en blanco y negro de Asakazu Nakai y Takao Saito nos sumergen tanto en el espacio como en el tiempo, ayudando a una atmósfera en declive que explota cuando llegamos a nuestra última parada, unos terroríficos barrios bajos infestados de drogadictos, con el sufrimiento a flor de piel por la ausencia de su motor vital: la heroína. Absolutamente devastador, con una penumbra casi total donde sentimos el impacto de unos personajes ajenos a tanta desgracia.
La última escena, el cara a cara entre el Sr. Gondo y Takeuchi en la prisión es una clase maestra de guión y utilización de planos que resumen el objetivo de la película con una precisión abrumadora, que en parte recuerda al clásico francés Pickpocket (Robert Bresson, 1959), utilizando una piedad redentora del primero al segundo que desmorona y frustra al culpable de todos sus males, mediado por planos escorzo donde vemos la ruptura absoluta de la cordura de Takeuchi, situándonos nosotros en el lado del Sr. Gondo. Directa a la memoria.
Las imperdibles interpretaciones, exaltando a un enorme como Toshirō Mifune que mejora hasta la perfección un personaje tan complejo como el alma humana, convirtiéndolo en uno de mis personajes favoritos. El seguimiento lo sobrelleva con maestra holgura Tatsuya Nakadai, compensado con el extenso elenco entre los que un excelso Tsutomu Yamazaki sitúa el inteligente duelo detectivesco en unas Antígonas, compañera, subyacente y francamente adversa a la obra de Sófocles.
El simbolismo que maneja El Emperador para reforzar su crítica es demoledor, empezando por ese humo rosa, aún siendo una película en blanco y negro (algo que repetiría con la barba del Dr. Barbarroja en su película de 1965), el humo simbolizando el cambio o la resurrección (fuego, cenizas y humo) hacia el cielo, como el Ave Fénix, representado por el Sr. Gondo y su forzoso cambio conceptual del mundo que lo rodea, haciéndolo mejor persona. El rosa, por otra parte, es un color que invita a ser amable y a sentir amor, cariño y protección por el prójimo, sentimiento que, a pesar de las apariencias, siempre estuvo presente en el personaje de Mifune. Por otro lado, el clavel rojo que coloca sobre su camisa blanca Takeuchi en el último acto es un símil de la bandera japonesa (un punto rojo redondo sobre un fondo blanco), dando a entender lo desilusionado de Kurosawa con una parte de la sociedad que, de forma hipócrita, utilizan sus símbolos nacionales como señuelo para sus intereses y, una vez conseguidos, se despojan de ellos, como Takeuchi del clavel. Irónicamente, el detective Arai (Isao Kimura) se pregunta si es el día de la madre al visualizar la compra de la flor.
La inmaculada fotografía en blanco y negro de Asakazu Nakai y Takao Saito nos sumergen tanto en el espacio como en el tiempo, ayudando a una atmósfera en declive que explota cuando llegamos a nuestra última parada, unos terroríficos barrios bajos infestados de drogadictos, con el sufrimiento a flor de piel por la ausencia de su motor vital: la heroína. Absolutamente devastador, con una penumbra casi total donde sentimos el impacto de unos personajes ajenos a tanta desgracia.
La última escena, el cara a cara entre el Sr. Gondo y Takeuchi en la prisión es una clase maestra de guión y utilización de planos que resumen el objetivo de la película con una precisión abrumadora, que en parte recuerda al clásico francés Pickpocket (Robert Bresson, 1959), utilizando una piedad redentora del primero al segundo que desmorona y frustra al culpable de todos sus males, mediado por planos escorzo donde vemos la ruptura absoluta de la cordura de Takeuchi, situándonos nosotros en el lado del Sr. Gondo. Directa a la memoria.
Las imperdibles interpretaciones, exaltando a un enorme como Toshirō Mifune que mejora hasta la perfección un personaje tan complejo como el alma humana, convirtiéndolo en uno de mis personajes favoritos. El seguimiento lo sobrelleva con maestra holgura Tatsuya Nakadai, compensado con el extenso elenco entre los que un excelso Tsutomu Yamazaki sitúa el inteligente duelo detectivesco en unas Antígonas, compañera, subyacente y francamente adversa a la obra de Sófocles.