Saturados de tanto cine pretendidamente moderno que sólo es capaz de ofrecernos finalmente su más despoblada vacuidad, asistimos sorprendidos a la proyección de una película que conjuga algunos rasgos del cine contemporáneo más en voga -una riqueza visual y un ritmo narrativo que no desfallece- junto a elementos intemporales, aquellos que han hecho del séptimo arte una experiencia estética de carácter universal.

Humildemente pido atención para una de las secuencias más impresionantes que este espectador ha visto en una sala oscura en los últimos años: en el gimnasio del colegio el protagonista presenció cuando era adolescente una escena de amor y sexo que es la clave argumental que toda la película. Tanto desde un punto de vista narrativo como visual, la secuencia basta para hacer pasar con todo derecho a la película a la estrecha nómina de obras maestras. Cierra la estructura narrativa, nos seduce por su belleza y su juego de espejos, es una metáfora del cine capaz de hacernos recordar igual que Hitchcok su pecado original, el placer de la mirada, la perversión del que observa sin ser observado.