Desde aquella legendaria versión que en 1932 dirigió G. Cutts de esta misma obra, los medios técnicos y la concepción cinematográfica han variado tanto que a priori podría juzgarse que una y otra película apenas logran un punto de encuentro.
Y no es cierto.
Cada una en su época, ambas han sabido captar ese regusto especial de A.C. Doyle por el mundo oriental y han resuelto a su modo la transcripción a la pantalla.

La tensión, la intriga y la incertidumbre cobran relevancia a lo largo de toda la historia y la interpretación de los protagonistas merece destacarse.
También el ambiente, la excelente banda sonora y el tramo final del largometraje en el que, terminada la acción, se procede al esclarecimiento de los hechos.