Creo que cualquier crítica que se pueda escribir será un spoiler. Esta película sí que sí es para ir a verla sin saber NADA. Y doy gracias por no haberme cruzado con nadie los días antes de la estrena que me soltara un “oh, Manchester es …”, porque estoy convencida que esto me permitió disfrutarla tal y como Kenneth Lonergan planeó.

Por lo tanto, siendo coherentes, intentaré no dar muchos detalles de la película, pero me es imposible continuar la crítica sin hablar de lo que sentí al verla, por lo que te aconsejo que, si eres de los afortunados vírgenes que no tienen ni idea de que va esta obra, aplaces inmediatamente esta lectura hasta ver la película.

Hecha la advertencia diré que Manchester es una pequeña molestia en el cuello que se nutre de sencillas escenas a las que les acompaña un mantenido toque de humor y que al ritmo de un famoso adagio se convierte en un gran nudo en la garganta del que en contadas ocasiones puedes decir que te ha molestado tanto. Un nudo que me dejó sin respirar durante más de 30 segundos en al menos tres ocasiones. Y es que Manchester va mucho más allá de sus apariencias. Manchester habla del vacío y del sinsentido. Habla de la paz en el odio y del odio como castigo. Manchester habla del piloto automático que mantiene con vida a personas sin vida. Y aunque no nos encontremos en el abismo al que nos lleva la película, Manchester frente al mar nos hace reconocer este piloto que en ocasiones acarreamos y que por suerte apagamos.

Diré, claro, que no se me borró de la cabeza durante más de 3 días.