Pues ya tenemos aquí la octava película de Tarantino y he de decir que no está, lamentablemente, entre sus mejores trabajos. Tarantino es un tipo especial, que despierta filias y fobias casi a partes iguales, pero en líneas generales, ha sido el niño mimado de la Industria y tiene una legión de fans que aplauden con fruición cualquier cosa que llegue del director del mentón pronunciado.
A mí, particularmente, me suelen gustar las películas de Tarantino. Casi todas. De hecho, esta también me ha gustado, pero no tanto como otras: no llega a la altura de “Kill Bill”, “Diango Desencadenado” y ni mucho menos a “Reservoir Dogs” o “Pulp Fiction”. Echo en falta algunos diálogos chispeantes de marca de la casa, de hecho, no recuerdo ninguna escena de las que se quedan en la retina, tan típicas en sus films* y me sobran muchos minutos; casi tres horas de película se me antojan demasiadas y hacen que el ritmo de la película se resienta. La comparan con “Reservoir Dogs” pero carece de su ritmo endiablado y de sus diálogos inteligentes.
Tarantino mantiene sus constantes en lo que a la narración se refiere: divide la película en capítulos, si bien, es más lineal que en otras ocasiones y esos títulos de crédito que se mantienen inalterables desde sus inicios. También la violencia y la hemoglobina típica del autor, esa forma tan suya de tratar la violencia entre lo desagradable y lo cómico. También tarda más de una hora en arrancar la película, algo no muy normal en Tarantino, la verdad.
A ver, que se me entienda, la película está bien, pero no es ni mucho menos la mejor de su director. Para mi gusto no está ni entre sus cinco primeras. Tiene un reparto espectacular, lleno de caras frecuentadas en sus obras: Samuel L. Jackson, Kurt Ruseell, Bruce Dern, Michael Madsen, Walton Gogins y un Tim Roth que parece que está imitando a Christolph Waltz (¿o será el doblaje?). Se espera más de Quentin Tarantino.