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Voto de Jordirozsa:
6
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4.1
2,595
Terror. Thriller
Cuando tres estudiantes universitarios se mudan a una vieja casa fuera del campus, sin querer, liberan a "Bye Bye Man", un ente sobrenatural que persigue a quien descubre su nombre. Intentarán mantener su existencia en secreto para alejar al resto de una muerte segura. (FILMAFFINITY)
4 de febrero de 2024
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«Pienso, luego existo». Esta es una de las máximas más conocidas de la historia de la filosofía, acuñada en el siglo XVII, ya que presupone que la consciencia del ser es algo que podemos inferir como resultado de usar o hacer uso de la razón. Pero el desarrollo del pensamiento pasa por el lenguaje, o sea, por pensar y decir. Ergo, ser consciente: existir.
Por un lado, eso es lo que parece ocurrir en el film de la ya difunta Stacy Title, (1964 – 2021), en el que «pensar» y «decir» da lugar a una «existencia», la de un ser sobrenatural cuyo origen no se explica en la película, (fallo del guion, o simplemente no es algo relevante para lo que la cineasta consideró), y, ¡qué paradoja!, su aparición en nuestro plano existencial implica la muerte, es decir, la «no existencia» de aquellos que han «pensado» y «dicho», en virtud de su condición de seres conscientes.
Vaya contradicción, ¿no? Pero dejémoslo ahí, pues habría miga para rato y corremos el riesgo de enloquecer.
Con solo un puñado de títulos precedentes como carta de presentación, Title se mete en la jungla de las leyendas urbanas y toma una narración de Robert Damon Schneck ( «The Bridge to Body Island»), que el marido de la realizadora, Jonathan Penner, convertiría en libreto para el proyecto de su esposa. Flaco favor le hizo, pues «The Bye Bye Man», a pesar de su trasfondo y su poliedrismo en cuanto a posibilidades de desarrollo de argumento, trama, guion, personajes, el planteamiento, la elaboración y la ejecución de estos, se ven perezosos, insípidos e incluso negligentes.
La trama, como estructura o esqueleto de todo el resto, es demasiado simplona para una cinta con más pretensiones que patente eficiencia del producto final resultante.
El argumento se lo ahorran. Parte de algo ya escrito, que a su vez proviene de una historia basada en un tópico muy primitivo: el viaje en nuestras mentes como proyección de lo que no nos gusta en nosotros mismos y que, por lo tanto, pretendemos echar afuera. Si podemos, sobre nuestro vecino, y no siempre de forma constructiva.
En ocasiones, no pocas, representado en figuras imaginarias externas, personificado o expresándolo en multitud de metáforas y de símbolos que cuentan con ese pozo intercultural común del que todos acabamos bebiendo, nos apetezca o no.
«The Bye-Bye Man», el «hombre del saco», Slenderman, Mr Sandman, «The Babadook», Michael Myers, Freddy Krueger... la lista sería interminable, de variopintos monigotes con los que siempre se ha intentado asustar a personas de todas las edades, ya que cuando no existía el cine estaban en boca de papás, mamás, abuelos y abuelas, con la función de servir como reguladores de la conducta de los más peques, bajo seria amenaza de ser llevados al inframundo, quizás a la muerte, como poco, por tales monstruosos seres.
Por lo tanto, todo título, etiqueta o incluso reclamo publicitario que termine en «-man», en una película de terror, ya nos debe dar al olfato un tufo de icónico reflejo de lo peorcito de cada uno de nosotros mismos.
El «no lo pienses, no lo digas», no es un invento urbanita del presente, sino que se remonta a la Edad Media. En relación a «ese de los cuernos», a quien siempre pintamos de rojo y hacemos apestar a azufre quemado. Estaba terminantemente prohibido pensar o decir su nombre sin el peligro de que invocarle podría eventualmente suponer, implicar, su aparición real.
Mal pese a los ávidos de cosas novedosas y originales, la sopa de ajo ya hace tiempo que se inventó.
La inanidad de la trama y la falta de ritmo insuflado en la narrativa contagian otros ámbitos de la película, como la fotografía de James Kniest, que imprime un aire tan oscuro, espeso y siniestro, cómo mortalmente monótono en el color, la iluminación y los movimientos de cámara. Excepto cuando se trata de la escena introductoria de la matanza con final de suicidio. Esta macabra obertura remata, nunca mejor dicho, por su contraste con el resto, cualquier atisbo de terror, intriga o suspense, por su carácter premonitorio.
Y, por si fuera poco, hasta el prólogo queda aguado por esa infame calificación de 13 años que hace el producto apto para el consumo de «muñacos» que tienen más tacos que los prescritos y, seguramente, en virtud de lo cual, se priva al espectador del derroche de violencia, sangre y desparrame de sesos que requería la escena. Una vez más, el comercialismo prima sobre el arte.
A partir de ahí, entramos en fase de encefalograma plano que ni los actores y actrices convocados para esta producción logran mitigar con sus desiguales interpretaciones, dejando el terreno peligrosamente accidentado, con baches, agujeros, y un huerto poco cuidado, sin regar, y con sus plantas mustias.
Douglas Smith y Cressida Bonas son los únicos del elenco que le echan algo de ganas; los ojazos y el precioso pelo rubio suelto del actor parecen bastar para darle una significativa presencia ante la cámara.
Con un toque de elegancia tristona que le vemos en sus medias sonrisas, una auténtica y serena belleza, la de su rostro. Sin embargo, le falta empuje por parte de la dirección, cosa que deja asomar una «mise en scène» demasiado sobreactuada que convierten a los personajes de Elliot y Kim en algo extravagante y, en no pocas ocasiones, rozando la hilaridad.
Los otros dos jóvenes protagonistas, Lucien Laviscount (John) y Cressida Bonas (Sasha), andan claramente por detrás, con roles a desempeñar que rozan el estatus de un par de floreros. De todos modos, está claro que es Smith quien ostenta el liderazgo de todo el elenco, en cuyo banco de secundarios tenemos unas sólidas aportaciones de Michael Trucco, (Virgil, el hermano de Elliot), y la pequeña Erica Tremblay (Alice, hija de Virgil y sobrina del prota).
Por lo poco que el guion les da, tanto en términos de tiempo como en elaboración de sus personajes, me supuso una muy agradable sorpresa el tándem cameante de féminas veteranas, especialmente la brevísima pero provocadora intervención de Faye Dunaway,
Por un lado, eso es lo que parece ocurrir en el film de la ya difunta Stacy Title, (1964 – 2021), en el que «pensar» y «decir» da lugar a una «existencia», la de un ser sobrenatural cuyo origen no se explica en la película, (fallo del guion, o simplemente no es algo relevante para lo que la cineasta consideró), y, ¡qué paradoja!, su aparición en nuestro plano existencial implica la muerte, es decir, la «no existencia» de aquellos que han «pensado» y «dicho», en virtud de su condición de seres conscientes.
Vaya contradicción, ¿no? Pero dejémoslo ahí, pues habría miga para rato y corremos el riesgo de enloquecer.
Con solo un puñado de títulos precedentes como carta de presentación, Title se mete en la jungla de las leyendas urbanas y toma una narración de Robert Damon Schneck ( «The Bridge to Body Island»), que el marido de la realizadora, Jonathan Penner, convertiría en libreto para el proyecto de su esposa. Flaco favor le hizo, pues «The Bye Bye Man», a pesar de su trasfondo y su poliedrismo en cuanto a posibilidades de desarrollo de argumento, trama, guion, personajes, el planteamiento, la elaboración y la ejecución de estos, se ven perezosos, insípidos e incluso negligentes.
La trama, como estructura o esqueleto de todo el resto, es demasiado simplona para una cinta con más pretensiones que patente eficiencia del producto final resultante.
El argumento se lo ahorran. Parte de algo ya escrito, que a su vez proviene de una historia basada en un tópico muy primitivo: el viaje en nuestras mentes como proyección de lo que no nos gusta en nosotros mismos y que, por lo tanto, pretendemos echar afuera. Si podemos, sobre nuestro vecino, y no siempre de forma constructiva.
En ocasiones, no pocas, representado en figuras imaginarias externas, personificado o expresándolo en multitud de metáforas y de símbolos que cuentan con ese pozo intercultural común del que todos acabamos bebiendo, nos apetezca o no.
«The Bye-Bye Man», el «hombre del saco», Slenderman, Mr Sandman, «The Babadook», Michael Myers, Freddy Krueger... la lista sería interminable, de variopintos monigotes con los que siempre se ha intentado asustar a personas de todas las edades, ya que cuando no existía el cine estaban en boca de papás, mamás, abuelos y abuelas, con la función de servir como reguladores de la conducta de los más peques, bajo seria amenaza de ser llevados al inframundo, quizás a la muerte, como poco, por tales monstruosos seres.
Por lo tanto, todo título, etiqueta o incluso reclamo publicitario que termine en «-man», en una película de terror, ya nos debe dar al olfato un tufo de icónico reflejo de lo peorcito de cada uno de nosotros mismos.
El «no lo pienses, no lo digas», no es un invento urbanita del presente, sino que se remonta a la Edad Media. En relación a «ese de los cuernos», a quien siempre pintamos de rojo y hacemos apestar a azufre quemado. Estaba terminantemente prohibido pensar o decir su nombre sin el peligro de que invocarle podría eventualmente suponer, implicar, su aparición real.
Mal pese a los ávidos de cosas novedosas y originales, la sopa de ajo ya hace tiempo que se inventó.
La inanidad de la trama y la falta de ritmo insuflado en la narrativa contagian otros ámbitos de la película, como la fotografía de James Kniest, que imprime un aire tan oscuro, espeso y siniestro, cómo mortalmente monótono en el color, la iluminación y los movimientos de cámara. Excepto cuando se trata de la escena introductoria de la matanza con final de suicidio. Esta macabra obertura remata, nunca mejor dicho, por su contraste con el resto, cualquier atisbo de terror, intriga o suspense, por su carácter premonitorio.
Y, por si fuera poco, hasta el prólogo queda aguado por esa infame calificación de 13 años que hace el producto apto para el consumo de «muñacos» que tienen más tacos que los prescritos y, seguramente, en virtud de lo cual, se priva al espectador del derroche de violencia, sangre y desparrame de sesos que requería la escena. Una vez más, el comercialismo prima sobre el arte.
A partir de ahí, entramos en fase de encefalograma plano que ni los actores y actrices convocados para esta producción logran mitigar con sus desiguales interpretaciones, dejando el terreno peligrosamente accidentado, con baches, agujeros, y un huerto poco cuidado, sin regar, y con sus plantas mustias.
Douglas Smith y Cressida Bonas son los únicos del elenco que le echan algo de ganas; los ojazos y el precioso pelo rubio suelto del actor parecen bastar para darle una significativa presencia ante la cámara.
Con un toque de elegancia tristona que le vemos en sus medias sonrisas, una auténtica y serena belleza, la de su rostro. Sin embargo, le falta empuje por parte de la dirección, cosa que deja asomar una «mise en scène» demasiado sobreactuada que convierten a los personajes de Elliot y Kim en algo extravagante y, en no pocas ocasiones, rozando la hilaridad.
Los otros dos jóvenes protagonistas, Lucien Laviscount (John) y Cressida Bonas (Sasha), andan claramente por detrás, con roles a desempeñar que rozan el estatus de un par de floreros. De todos modos, está claro que es Smith quien ostenta el liderazgo de todo el elenco, en cuyo banco de secundarios tenemos unas sólidas aportaciones de Michael Trucco, (Virgil, el hermano de Elliot), y la pequeña Erica Tremblay (Alice, hija de Virgil y sobrina del prota).
Por lo poco que el guion les da, tanto en términos de tiempo como en elaboración de sus personajes, me supuso una muy agradable sorpresa el tándem cameante de féminas veteranas, especialmente la brevísima pero provocadora intervención de Faye Dunaway,
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
quien me trajo recuerdos de infancia.
Entre ellos, lo prendado que me quedé de su portento en la primera película en la que la vi, al lado de Paul Newman en «The Towering Inferno» (John Guillermin, 1974). Aquello era cine del bueno.
Y, olvidada por completo para mí, la Carrie Ann Moss («The Matrix», 1999). Supongo que porque allí ya no me impresionó y, en «The bye-bye Man» desempeña un muy poco creíble papel de detective. La sensación es que pone tanto entusiasmo en su personaje como yo haciendo la colada un domingo por la mañana.
En general, un elenco del que no sabríamos exactamente discernir si es que no muestran interés genuino en la ejecución de sus respectivas faenas, o es que andan como pollo sin cabeza, faltos de un eficaz trabajo de realización, incluyendo ahí al tocayo profesional del catalán Javier Botet, especialista en encarnar a monstruos y muñecos terroríficos cuyo pasatiempo preferido es el de asustar y cargarse en serie a adolescentes idiotas.
Otra lacra de la película, y un fallo garrafal, el de su directora, es mostrar tan explícita y tan pronto la cara del "Bye Bye Man". Pero claro, los del maquillaje tendrían que esforzarse para justificar su sueldo, aunque este no fuera mucho; por lo que se comenta, el presupuesto fue bajo para este celuloide.
Y vaya si se lucieron los de maquillaje, que cuando vi al ser sobrenatural en cuestión pensé que me había equivocado de film y que estaba viendo al Emperador Palpatine en una de las de la saga de «Star Wars». Pero no, era Doug Jones. Aunque el malo de George Lucas, dentro de su contexto, daba más miedo que esta imitación suya.
La música de The Newton Brothers, a base de timbres electrónicos y motivos turbios pero poco sugerentes, sigue esa línea apática.
Lo que queda al final, mejor cocinado, pero tampoco muy bien presentado, es el proceso de deriva a lo psicótico que experimenta el cuarteto de jóvenes principales, sobre todo en el circuito socioafectivo del triángulo amoroso formado por Elliot, Sasha y John, donde todavía se podría encontrar algo realmente interesante a explorar y explotar. Aunque se podría haber hecho desde la óptica del drama, el «thriller» o incluso la comedia, partiendo del mismo planteamiento. Para esto, no hacía falta meter ahí al «Hombre del Adiós», ni tan solo invocar su nombre.
Así que tenemos sobre la mesa un «flick» que es lo más parecido a un cadáver pálido de la «morgue» al que se pretendió revestir y embalsamar con analogías, guiños y paralelismos con otros temas del terror, algunos incluso clásicos, pero que al final es como si la sal en la comida se pudiese echar al plato, pero si no se ha hecho en su punto durante la cocción, el guiso ya no adquiere el sabor necesario para disfrutarlo adecuadamente. Le puse un 6, interesante (que no aprobado, pues para mí, por debajo del 6,50, una película es un suspenso), porque por lo menos disfruté del guapo Douglas Smith (y Lucien tampoco está nada mal, bastante atractivo, él), y de la veterana Dunaway, así como obtuve los ingredientes elementales para discurrir sobre lo que representa el «no pienses, no lo digas», en términos de la «teoría joánica» del «verbo se hizo carne», a saber, la idea de que el pensamiento y la palabra (sin pararse a debatir qué es lo primero), convertidos en acto pueden siempre acabar por materializarse (y no sólo en términos de monstruos y de miedos).
Por otro lado, aunque increíble, el «no pienses, no digas», parece ser la máxima de los poderes fácticos de nuestra sociedad actual, que pretenden precisamente mantenernos en un estado de idiotización larvante: que no pensemos, que no digamos, ergo que no existamos, siguiendo el corolario del gran filósofo. ¡Pobre Descartes!, si viviera en nuestros tiempos. En fin, que ni recomendaré ni dejaré de recomendar; nunca lo hago por la responsabilidad que conlleva, pero los que decidan verla sepan que, de lo insulsa que puede resultar, deja de ser apta para hipotensos y para los que sufren de apnea del sueño.
Entre ellos, lo prendado que me quedé de su portento en la primera película en la que la vi, al lado de Paul Newman en «The Towering Inferno» (John Guillermin, 1974). Aquello era cine del bueno.
Y, olvidada por completo para mí, la Carrie Ann Moss («The Matrix», 1999). Supongo que porque allí ya no me impresionó y, en «The bye-bye Man» desempeña un muy poco creíble papel de detective. La sensación es que pone tanto entusiasmo en su personaje como yo haciendo la colada un domingo por la mañana.
En general, un elenco del que no sabríamos exactamente discernir si es que no muestran interés genuino en la ejecución de sus respectivas faenas, o es que andan como pollo sin cabeza, faltos de un eficaz trabajo de realización, incluyendo ahí al tocayo profesional del catalán Javier Botet, especialista en encarnar a monstruos y muñecos terroríficos cuyo pasatiempo preferido es el de asustar y cargarse en serie a adolescentes idiotas.
Otra lacra de la película, y un fallo garrafal, el de su directora, es mostrar tan explícita y tan pronto la cara del "Bye Bye Man". Pero claro, los del maquillaje tendrían que esforzarse para justificar su sueldo, aunque este no fuera mucho; por lo que se comenta, el presupuesto fue bajo para este celuloide.
Y vaya si se lucieron los de maquillaje, que cuando vi al ser sobrenatural en cuestión pensé que me había equivocado de film y que estaba viendo al Emperador Palpatine en una de las de la saga de «Star Wars». Pero no, era Doug Jones. Aunque el malo de George Lucas, dentro de su contexto, daba más miedo que esta imitación suya.
La música de The Newton Brothers, a base de timbres electrónicos y motivos turbios pero poco sugerentes, sigue esa línea apática.
Lo que queda al final, mejor cocinado, pero tampoco muy bien presentado, es el proceso de deriva a lo psicótico que experimenta el cuarteto de jóvenes principales, sobre todo en el circuito socioafectivo del triángulo amoroso formado por Elliot, Sasha y John, donde todavía se podría encontrar algo realmente interesante a explorar y explotar. Aunque se podría haber hecho desde la óptica del drama, el «thriller» o incluso la comedia, partiendo del mismo planteamiento. Para esto, no hacía falta meter ahí al «Hombre del Adiós», ni tan solo invocar su nombre.
Así que tenemos sobre la mesa un «flick» que es lo más parecido a un cadáver pálido de la «morgue» al que se pretendió revestir y embalsamar con analogías, guiños y paralelismos con otros temas del terror, algunos incluso clásicos, pero que al final es como si la sal en la comida se pudiese echar al plato, pero si no se ha hecho en su punto durante la cocción, el guiso ya no adquiere el sabor necesario para disfrutarlo adecuadamente. Le puse un 6, interesante (que no aprobado, pues para mí, por debajo del 6,50, una película es un suspenso), porque por lo menos disfruté del guapo Douglas Smith (y Lucien tampoco está nada mal, bastante atractivo, él), y de la veterana Dunaway, así como obtuve los ingredientes elementales para discurrir sobre lo que representa el «no pienses, no lo digas», en términos de la «teoría joánica» del «verbo se hizo carne», a saber, la idea de que el pensamiento y la palabra (sin pararse a debatir qué es lo primero), convertidos en acto pueden siempre acabar por materializarse (y no sólo en términos de monstruos y de miedos).
Por otro lado, aunque increíble, el «no pienses, no digas», parece ser la máxima de los poderes fácticos de nuestra sociedad actual, que pretenden precisamente mantenernos en un estado de idiotización larvante: que no pensemos, que no digamos, ergo que no existamos, siguiendo el corolario del gran filósofo. ¡Pobre Descartes!, si viviera en nuestros tiempos. En fin, que ni recomendaré ni dejaré de recomendar; nunca lo hago por la responsabilidad que conlleva, pero los que decidan verla sepan que, de lo insulsa que puede resultar, deja de ser apta para hipotensos y para los que sufren de apnea del sueño.