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Voto de Jordirozsa:
6
27 de junio de 2021
16 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Para muchos habrá supuesto un fallo (más bien de garrafón, que no garrafal), el que Babak Anvari se haya zambullido, con el guión bajo el brazo, en la piscina de su segundo largometraje, después de «Under the Shadow», en la que se estrenó como director y guionista.
En sus dos primicias, parece no querer correr riesgos, y hace bien, pues sus primeras incursiones, ambas en el género del terror, ningún escritor sale salpicado del dudoso resultado.
Con muy buena voluntad, talento todavía indefinido, y poca pericia en el manejo del capote, el novato cineasta iraní se lanza a harponear una presa que le viene bastante grande, y con un argumento sin demasiadas exigencias, deja que se pierda una oportunidad para crear algo más sólido.
Apuesta por un estilo que en inglés se denomina «slowburn»... es decir, mete el asado en el horno a fuego tan lento, que la cocción se eterniza, y para postre se duerme en el ritmo narrativo de tal forma, que al final sale la pieza chamuscada de fuera, y tan cruda por dentro que se hace incomestible para quienes gustan de los filetes bien pasados.
En manos de alguien más experto tras la cámara, el mismo guión habría sido explotado de forma lo suficientemente eficaz y efectiva, como para crear un mayor interés en el público, sin renunciar a ese carácter de cine de autor que se le quiere imprimir, pero de guisa bastante mediocre, incluyendo algunos aspectos técnicos y de trabajo de actores (éste principalmente).
La práctica ausencia de banda sonora (véase que no está creditada en la ficha de producción), deja despojado el plano extra diegético de un elemento narrativo augmentativo esencial; un recurso al que Anvari renuncia, jugándosela todavía más, y dejando al desnudo un ya de por sí endeble planteamiento. Ello, sumado a una sobriedad pasada de rosca en lo que respecta a otros efectos sonoros y visuales, ya sea por evitar cualquier artificio superfluo o innecesario, o porque no lo permitía el presupuesto, deja prácticamente todo el trabajo del filme en los personajes y lo que pueda dar de sí la fotografía de Kit Fraser, que no es poco.
El caso es que en esta co-producción británico estadounidense, uno no acaba de imaginar en qué se gastaron los mortadelos, algo que me intriga, ya que sólo en una «güeb» cuyos datos no he podido contrastar, habla de la friolera de 20 millones de dólares (según http://bestmoviecast.com) que justito fueron capaces de recaudar en taquillas.
El «set» alterna los dos escenarios principales en los que se desarrolla la historia: el cochambroso bareto de Nueva Orleans, ciudad en la que se ubica la trama, y la casa en la que el protagonista convive con su pareja. Entre ambos, destaca un considerable contraste entre lo destartalado que aparece el bar, con el habitáculo del piso contiguo superior donde vive Marvin, y lo ordenada, limpia y acogedora que se figura la vivienda de nuestro principal.
La iluminación consigue ser bien lograda, especialmente en las secuencias diurnas, por la natural belleza de tono dorado u ocre que transmite el otoñal tinte del entorno. No se transmuta en rarezas en escenas nocturnas o de interior para crear o realzar momentos oníricos u horroríficos.
Los diálogos son de lo más intranscendente y soso que nos podemos encontrar en un “script” cinematográfico; lo único sustancial son las intervenciones de Armie Hammer, que lleva prácticamente todo el tiempo el centro de gravedad de las actuaciones.
De hecho, les invito a ustedes que hagan el experimento (yo lo hice) de visionar la película muda, y anoten al final lo que han entendido, para después compararlo con lo que les transmite con los diálogos… el resultado es que lo único que prácticamente comunica algún contenido es el trabajo de la cámara, las localizaciones, los encuadres, y, en general, todo aquello en lo que el ojo del director se centra. Se trata, pues, básicamente, de una obra casi exclusivamente visual, con dramatización en formato teatral; con mimos orientales, sin recitar un solo vocablo, se habría podido realizar este metraje.
Los demás personajes, ya sea a posta, o porque no dan más de sí como intérpretes, desempeñan un cometido puramente objetal. Cosa bastante increíble en el caso de Dakota Johnson, cuyo papel es poco menos que ramplón, y a quien Zazie Beetz hace el sorpaso ante la galería, sólo por figurar como el auténtico centro de los apetitos sexuales del prota.
El caso, es que el papel (y función) del resto, queda por debajo incluso del de las simpáticas cucarachas marrones, que aparecen como distinguidos actores invitados, por condensar buena parte de la carga simbólica de esta ficción.
La base sobre la que se construye el guión, el trasfondo de este llamado “terror psicológico” con el que se pretende etiquetar a “Wounds”, es un conocido mito del gnosticismo, según el que se logra el acercamiento a lo divino mediante el desprendimiento de las lacras de la existencia material. Superando el plano mundanal, precisa y paradójicamente a través de la vivencia de sus limitaciones y miserias, como se accede al estado de la perfección y de la belleza espiritual. Algo que, por otra parte, requiere la exigencia de constancia, esfuerzo y sacrificios, las veces extremadamente duros.
De hecho, y de ahí quiero pensar que viene “Wounds” (Heridas), como título; el concepto de herida, como entidad en la que tenemos, por una parte, la destrucción y el mal provocado (ya sea en sentido fisiológico, psíquico…), y por otra la lucha o el “trabajo” de los tejidos vivos, de las células, de la fuerza del carácter para que esta herida cicatrice. Esta lucha, este “pathos” (en griego, camino; de ahí patología), es lo que acerca a la felicidad ideal; el “placer” al que lleva el alivio del dolor.
Esta idea de los gnósticos, casa con la cita bíblica de los cánticos del Siervo, del Profeta Isaías: “Sus heridas nos han curado…”, en referencia al valor salvífico del sufrimiento de Jesucristo, con su pasión y muerte en la cruz.
En sus dos primicias, parece no querer correr riesgos, y hace bien, pues sus primeras incursiones, ambas en el género del terror, ningún escritor sale salpicado del dudoso resultado.
Con muy buena voluntad, talento todavía indefinido, y poca pericia en el manejo del capote, el novato cineasta iraní se lanza a harponear una presa que le viene bastante grande, y con un argumento sin demasiadas exigencias, deja que se pierda una oportunidad para crear algo más sólido.
Apuesta por un estilo que en inglés se denomina «slowburn»... es decir, mete el asado en el horno a fuego tan lento, que la cocción se eterniza, y para postre se duerme en el ritmo narrativo de tal forma, que al final sale la pieza chamuscada de fuera, y tan cruda por dentro que se hace incomestible para quienes gustan de los filetes bien pasados.
En manos de alguien más experto tras la cámara, el mismo guión habría sido explotado de forma lo suficientemente eficaz y efectiva, como para crear un mayor interés en el público, sin renunciar a ese carácter de cine de autor que se le quiere imprimir, pero de guisa bastante mediocre, incluyendo algunos aspectos técnicos y de trabajo de actores (éste principalmente).
La práctica ausencia de banda sonora (véase que no está creditada en la ficha de producción), deja despojado el plano extra diegético de un elemento narrativo augmentativo esencial; un recurso al que Anvari renuncia, jugándosela todavía más, y dejando al desnudo un ya de por sí endeble planteamiento. Ello, sumado a una sobriedad pasada de rosca en lo que respecta a otros efectos sonoros y visuales, ya sea por evitar cualquier artificio superfluo o innecesario, o porque no lo permitía el presupuesto, deja prácticamente todo el trabajo del filme en los personajes y lo que pueda dar de sí la fotografía de Kit Fraser, que no es poco.
El caso es que en esta co-producción británico estadounidense, uno no acaba de imaginar en qué se gastaron los mortadelos, algo que me intriga, ya que sólo en una «güeb» cuyos datos no he podido contrastar, habla de la friolera de 20 millones de dólares (según http://bestmoviecast.com) que justito fueron capaces de recaudar en taquillas.
El «set» alterna los dos escenarios principales en los que se desarrolla la historia: el cochambroso bareto de Nueva Orleans, ciudad en la que se ubica la trama, y la casa en la que el protagonista convive con su pareja. Entre ambos, destaca un considerable contraste entre lo destartalado que aparece el bar, con el habitáculo del piso contiguo superior donde vive Marvin, y lo ordenada, limpia y acogedora que se figura la vivienda de nuestro principal.
La iluminación consigue ser bien lograda, especialmente en las secuencias diurnas, por la natural belleza de tono dorado u ocre que transmite el otoñal tinte del entorno. No se transmuta en rarezas en escenas nocturnas o de interior para crear o realzar momentos oníricos u horroríficos.
Los diálogos son de lo más intranscendente y soso que nos podemos encontrar en un “script” cinematográfico; lo único sustancial son las intervenciones de Armie Hammer, que lleva prácticamente todo el tiempo el centro de gravedad de las actuaciones.
De hecho, les invito a ustedes que hagan el experimento (yo lo hice) de visionar la película muda, y anoten al final lo que han entendido, para después compararlo con lo que les transmite con los diálogos… el resultado es que lo único que prácticamente comunica algún contenido es el trabajo de la cámara, las localizaciones, los encuadres, y, en general, todo aquello en lo que el ojo del director se centra. Se trata, pues, básicamente, de una obra casi exclusivamente visual, con dramatización en formato teatral; con mimos orientales, sin recitar un solo vocablo, se habría podido realizar este metraje.
Los demás personajes, ya sea a posta, o porque no dan más de sí como intérpretes, desempeñan un cometido puramente objetal. Cosa bastante increíble en el caso de Dakota Johnson, cuyo papel es poco menos que ramplón, y a quien Zazie Beetz hace el sorpaso ante la galería, sólo por figurar como el auténtico centro de los apetitos sexuales del prota.
El caso, es que el papel (y función) del resto, queda por debajo incluso del de las simpáticas cucarachas marrones, que aparecen como distinguidos actores invitados, por condensar buena parte de la carga simbólica de esta ficción.
La base sobre la que se construye el guión, el trasfondo de este llamado “terror psicológico” con el que se pretende etiquetar a “Wounds”, es un conocido mito del gnosticismo, según el que se logra el acercamiento a lo divino mediante el desprendimiento de las lacras de la existencia material. Superando el plano mundanal, precisa y paradójicamente a través de la vivencia de sus limitaciones y miserias, como se accede al estado de la perfección y de la belleza espiritual. Algo que, por otra parte, requiere la exigencia de constancia, esfuerzo y sacrificios, las veces extremadamente duros.
De hecho, y de ahí quiero pensar que viene “Wounds” (Heridas), como título; el concepto de herida, como entidad en la que tenemos, por una parte, la destrucción y el mal provocado (ya sea en sentido fisiológico, psíquico…), y por otra la lucha o el “trabajo” de los tejidos vivos, de las células, de la fuerza del carácter para que esta herida cicatrice. Esta lucha, este “pathos” (en griego, camino; de ahí patología), es lo que acerca a la felicidad ideal; el “placer” al que lleva el alivio del dolor.
Esta idea de los gnósticos, casa con la cita bíblica de los cánticos del Siervo, del Profeta Isaías: “Sus heridas nos han curado…”, en referencia al valor salvífico del sufrimiento de Jesucristo, con su pasión y muerte en la cruz.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Para explicar este principio, Bavari nos propone los símbolos del túnel y el ritual del sacrificio humano, con los que representa la idea. Sin embargo, debido al nivel en el que lo expone en la película, es más que probable que el público, incluso el propio director y guionista, se queden con la metáfora, sin llegar al fondo.
A pesar de querer darlo bien masticado, y que por ello emplea un ritmo narrativo de cachazudo degoteo, llega al final sin saber exactamente como resolver el planteamiento inicial del “pathos” y el destino de Will, que parece ir en dirección diametralmente opuesta a esa esperada redención, andando el espinoso camino en el que le pone el guión. Hasta que, en la resolución, no sabemos exactamente qué es lo que depara al personaje en el último “staging” de la cinta. Lo más seguro es que ni el propio Anvari lo tuviese claro, pensando quizás en alguna especie de secuela (mejor se abstenga y de por finiquitada la historia).
Anvari acaba dando su propia versión sobre la tradición gnóstica, de modo que no sabemos si asistimos a un proceso irreversible de degradación de Will, destruyendo su relación de pareja con Carrie, y al tiempo de amistad con Jeffrey, intentando camelarse a Alice. Ello, sumado al ya de por sí hábito de una ingesta de alcohol considerable, habría bastado para hilvanar una historia oscura, centrada en un retrato de decadencia personal. Pero esto quizás habría sido demasiado visto, y, a la postre, ambientado en Nueva Orleans, se habría parecido demasiado a “Un tranvía llamado deseo”.
Para vestir (o rebozar, mejor dicho) de "terror" lo que podría haber sido un perfecto drama sureño, Bavari introduce un doble plano narrativo, como dos rebanadas en un sandwich: de un lado, usa todo el proceso evolutivo de Will para desarrollar la pelea interna del ser humano en busca de una redención. Echa mano del doble significado, tanto de las cucarachas, símbolo de constancia y perseverancia (en el antiguo Egipto eran señal de eternidad), y también de degeneración y de suciedad; como de las heridas (tanto si sanan, como si acaban en podredumbre, corrupción y muerte). Con ambas figuras, abre y cierra el desarrollo argumental: las cucarachas que aparecen en la barra, salen en masa por la herida que le abireron en la cara a su amigo, en una disputa en el bar, y que no se ha cerrado todavía (ni se cerrará).
Will se aprovecha de las heridas de los demás para buscar su propia felicidad (quiere servirse de una crisis de relación de sus amigos para quedarse con Alice). Pero con ello sólo consigue abrir otra llaga en sí mismo, con lo cuál no sigue la senda adecuada.
En el final, abriendo su boca como para fagocitar la herida abierta de Marvin, dibuja claro ese aspecto. Y es curioso, porque de Armie Hammer he leído que hasta su representante le ha dejado plantado a raíz de unos comentarios en las redes sociales, en las que el actor presuntamente expresa fantasías caníbales en sus insinuaciones a las señoras, por lo que ha sido denunciado y le ha costado el matrimonio (igual le llaman para una nueva entrega de “Wounds” al estilo Hannibal Leckter; el bueno de Sir Anthony Hopkins ya estará demasiado viejo para esto).
La otra rebanada de pan sería el “leitmotiv” del móvil abandonado. Para mí, completamente prescindible, pero percha justificable, tanto para acabar de darle a la película el “maquillaje” del horror, con las llamadas, los ritos de cabezas y miembros cercenados que aparecen fotografiados en el celular; como para expresar a nivel extradiegético, de manera plástica, el progresivo proceso de decadencia mental de Will, que acaba tanto con el mundo real del compromiso con su pareja, como con el mundo de su zona de confort, que es el bar, el refugio de sus temores y miedos.
Podemos ser magnánimos con Babak Anvari, i esperar que demuestre mejor maña en futuros planteamientos; a ver hacia donde anda, aunque “Wounds” se le haya quedado coja por faltarle, como a la cucaracha… “la patita de atrás”.
A pesar de querer darlo bien masticado, y que por ello emplea un ritmo narrativo de cachazudo degoteo, llega al final sin saber exactamente como resolver el planteamiento inicial del “pathos” y el destino de Will, que parece ir en dirección diametralmente opuesta a esa esperada redención, andando el espinoso camino en el que le pone el guión. Hasta que, en la resolución, no sabemos exactamente qué es lo que depara al personaje en el último “staging” de la cinta. Lo más seguro es que ni el propio Anvari lo tuviese claro, pensando quizás en alguna especie de secuela (mejor se abstenga y de por finiquitada la historia).
Anvari acaba dando su propia versión sobre la tradición gnóstica, de modo que no sabemos si asistimos a un proceso irreversible de degradación de Will, destruyendo su relación de pareja con Carrie, y al tiempo de amistad con Jeffrey, intentando camelarse a Alice. Ello, sumado al ya de por sí hábito de una ingesta de alcohol considerable, habría bastado para hilvanar una historia oscura, centrada en un retrato de decadencia personal. Pero esto quizás habría sido demasiado visto, y, a la postre, ambientado en Nueva Orleans, se habría parecido demasiado a “Un tranvía llamado deseo”.
Para vestir (o rebozar, mejor dicho) de "terror" lo que podría haber sido un perfecto drama sureño, Bavari introduce un doble plano narrativo, como dos rebanadas en un sandwich: de un lado, usa todo el proceso evolutivo de Will para desarrollar la pelea interna del ser humano en busca de una redención. Echa mano del doble significado, tanto de las cucarachas, símbolo de constancia y perseverancia (en el antiguo Egipto eran señal de eternidad), y también de degeneración y de suciedad; como de las heridas (tanto si sanan, como si acaban en podredumbre, corrupción y muerte). Con ambas figuras, abre y cierra el desarrollo argumental: las cucarachas que aparecen en la barra, salen en masa por la herida que le abireron en la cara a su amigo, en una disputa en el bar, y que no se ha cerrado todavía (ni se cerrará).
Will se aprovecha de las heridas de los demás para buscar su propia felicidad (quiere servirse de una crisis de relación de sus amigos para quedarse con Alice). Pero con ello sólo consigue abrir otra llaga en sí mismo, con lo cuál no sigue la senda adecuada.
En el final, abriendo su boca como para fagocitar la herida abierta de Marvin, dibuja claro ese aspecto. Y es curioso, porque de Armie Hammer he leído que hasta su representante le ha dejado plantado a raíz de unos comentarios en las redes sociales, en las que el actor presuntamente expresa fantasías caníbales en sus insinuaciones a las señoras, por lo que ha sido denunciado y le ha costado el matrimonio (igual le llaman para una nueva entrega de “Wounds” al estilo Hannibal Leckter; el bueno de Sir Anthony Hopkins ya estará demasiado viejo para esto).
La otra rebanada de pan sería el “leitmotiv” del móvil abandonado. Para mí, completamente prescindible, pero percha justificable, tanto para acabar de darle a la película el “maquillaje” del horror, con las llamadas, los ritos de cabezas y miembros cercenados que aparecen fotografiados en el celular; como para expresar a nivel extradiegético, de manera plástica, el progresivo proceso de decadencia mental de Will, que acaba tanto con el mundo real del compromiso con su pareja, como con el mundo de su zona de confort, que es el bar, el refugio de sus temores y miedos.
Podemos ser magnánimos con Babak Anvari, i esperar que demuestre mejor maña en futuros planteamientos; a ver hacia donde anda, aunque “Wounds” se le haya quedado coja por faltarle, como a la cucaracha… “la patita de atrás”.